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Después de largo silencio, durante el cual el jurisperito recogió sus ideas, y tosió y se sonó con el inmenso pañuelo de hierbas, habló en tono muy enfático: Ciudadano Juez.... ¡Dos puntos! Castro Pérez alardeaba de ser un «dictador» de primera fuerza, como César, Isabel de Inglaterra, Napoleón y el Arzobispo Munguía.

Pesándome de que me llamen todos los días, desde el año 9 en que nací, por el mismo apellido, cien veces dejé aquél con que vine al mundo, y ora fui el Duende satírico, ora el Pobrecito hablador, ora el Bachiller Munguía, ora Andrés Nipresas, ora Fígaro, ora... y qué yo los muchos nombres que me quedarán aún que tomar en los muchos años que, Dios mediante, tengo hecho propósito de vivir en este bajo suelo; porque si alguna cosa hay que no me canse es el vivir; y si he de decir la verdad, consiste esto en que a fuerza de meditar he venido a conocer que sólo viviendo podré seguir variando.

Esa es, en fin, materia sagrada, y nadie las mueva, que estar no pueda con Roldán a prueba. Pero, señor, nunca se ha ahorcado a nadie por decir que Fulano es mal cómico. Lo que se ha hecho, señor Bachiller, y lo que se hará, mejor se está callado. Se reclama, se apela... Señor Munguía, quiero contarle a usted un cuentecillo, y es caso ocurrido no ha muchos meses en un lugarcito de las Batuecas.

Mira, mi querido Munguía, tengo interés en que vengas conmigo; sin no voy, y perderé la mejor ocasión del mundo... ¿De veras? Te lo juro. En ese caso, vamos. ¡Paciencia! Te acompañaré.