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Este hermano mayor era nada menos que el marido de doña Inés y yerno de don Paco, el ilustre don Alvaro Roldan, uno de cuyos antepasados había costeado la imagen de la Virgen, así como la de Santo Domingo, obras ambas de Montañés, según se jactaban de ello los naturales de Villalegre.

Aquel edificio cuyo techo véis entre los árboles es un asilo y monasterio y señala el lugar donde pereció Roldán. El pueblo que á la izquierda mano queda es Orbaiceta, tierra del buen vino. Y á la derecha veo un caserío.... Es el pueblo de Los Aldudes, y más allá los picachos de Altavista.

Por los antiguos romances y por la historia se sabe que aquella lucha a brazo partido, que interrumpió el abad en el convento de los Pirineos, se reanudó más tarde no lejos de allí, y terminó gloriosamente para Bernardo, muriendo ahogado entre sus brazos hercúleos el paladín D. Roldán, pues no era otro quien había luchado con él, cuando los dos eran novicios.

Juanita no ha embarnecido. Está gallarda y bonita como siempre. Se viste de seda, sin que el padre Anselmo la censure en sus sermones, y parece una princesa encantada, pues no pasan días por ella. Tampoco envejece don Paco, porque la felicidad mantiene, conserva y hasta remoza, y él es feliz de veras. El pobre don Alvaro de Roldan es el que está muy averiado.

La Nueva Revista había publicado ya un interesante artículo de D. José Caicedo Rojas, sobre la poesía épica americana y sobre todo colombiana ; un importante y cruditísimo estudio de D. Salvador Camacho Roldán, sobre la poesía colombiana, a propósito de Gregorio Gutiérrez González ; y finalmente un notable juicio de D. Adriano Páez, sobre José David Guarin . En esos artículos se entrevé la riquísima y fecunda vida intelectual de aquel pueblo; pasan ante los ojos atónitos del lector centenares de poetas, literatos, historiadores, críticos, etc.; se descubre una producción asombrosa, una plétora verdadera de diarios, periódicos, folletos y libros.

Pero yo, ¿cómo puedo imitalle en las locuras, si no le imito en la ocasión dellas? Porque mi Dulcinea del Toboso osaré yo jurar que no ha visto en todos los días de su vida moro alguno, ansí como él es, en su mismo traje, y que se está hoy como la madre que la parió; y haríale agravio manifiesto si, imaginando otra cosa della, me volviese loco de aquel género de locura de Roldán el furioso.

Hacía ya diez años que ella había logrado cautivar la voluntad del más ilustre caballero del pueblo, del mayorazgo don Alvaro Roldan, con quien se había casado y de quien había tenido la friolera de siete robustos y florecientes vástagos entre hijos e hijas. El tal don Alvaro vivía aún con todo el aparato y la pompa que suelen desplegar los nobles lugareños.

Llegados al portal y al secretario regio, halláronle en animado coloquio con un joven y elegante caballero, muy deseoso al parecer de conseguir entrada en la abadía. ¿Os llamáis Marvel? decía Roldán de Parington. Pues me parece que no habéis sido presentado aún. Así es, contestó el otro.

Cristóbal Colón, capitán de Sus Altezas. Juan de la Cosa, maestre, de Santoña. Sancho Ruiz, piloto. Alonso Pérez Roldán, piloto. Maestre Alonso, físico, de Moguer. Maestre Diego, contramaestre. Rodrigo Sánchez de Segovia, veedor. Pedro Gutiérrez, repostero de estradas del Rey. Rodrigo de Escobedo, escribano de la Armada. Diego de Arana, alguacil mayor, de Córdoba. Diego Lorenzo, alguacil.

Quien más se adelantó en esto fue el propio amo de la casa, el señor don Alvaro Roldan, que era muy tentado de la risa. En varias ocasiones, hallando a Juanita sola, la requebró con más fervor que chiste y finura, y Juanita, que veía en aquel caballero sujeto a propósito para descargar su mal humor, le respondía siempre con feroz desabrimiento o con sangrienta burla.