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¡Amor mío! exclamé olvidado de todo para no pensar más que en ella; ¿has podido creer que yo iba a dejarte para ir de caza? Pero entonces, Rodolfo... ¿vas acaso?... , en busca de esa fiera, de Miguel en su guarida. Flavia estaba densamente pálida. Ya ves, pues, querida mía, que no soy el amante ingrato que suponías. Pero no permaneceré ausente mucho tiempo. ¿Me escribirás, Rodolfo?

Pero en aquel momento llegó Sarto al galope, procedente del castillo, y al ver a la Princesa resolvió sacar el mejor partido posible de las circunstancias y comenzó por decirle que el Rey estaba perfectamente atendido y fuera de peligro. ¿En el castillo? preguntó Flavia. ¿Pues dónde había de estar, señora? repuso el coronel inclinándose.

En este caso, cualesquiera que fuesen las órdenes del Rey, las instrucciones de Sarto y los consejos del General, Flavia se negó a permanecer en Tarlein mientras su amado se hallaba herido en Zenda, y el carruaje de la Princesa siguió de cerca al General y su escolta cuando éste se puso en camino del castillo.

Cuanto a Flavia, debía permanecer en Tarlein hasta que el Rey le enviase nuevas instrucciones. Así había preparado Sarto las cosas mientras se reponía un tanto el Rey, después de haber escapado casi por milagro de las asechanzas de su inicuo hermano.

Sin embargo, me pareció que no me tocaba intervenir en el asunto, cuando de repente, y con gran sorpresa mía, cruzó Flavia las manos y exclamó con agitada voz: ¿Te parece bien irritarlo así? ¿Irritarlo? ¿A quién? ¿Cómo? Haciéndolo esperar tanto. Pero, prima mía, si yo no quiero hacerlo esperar ni... ¿Es decir, que puede entrar? Sin duda, si se lo permites. Flavia me miró con curiosidad.

Pero, ¿acaso no conozco yo a mi amado? ¡Rodolfo, amor mío! -No es el Rey repitió Sarto; y el acongojado Tarlein no pudo reprimir un sollozo. Entonces, al oír aquel sollozo, comprendió Flavia que había en todo aquello algo más que una chanza o una equivocación. ¡, es el Rey! exclamó. Es su cara; su anillo, el mío. ¡Oh, , es mi amor! Vuestro amor, señora, dijo Sarto.

Ella era una Princesa, yo un impostor. Pero ¿acaso pensé en ello un solo momento? Lo que hice fue doblar la rodilla ante la bella y tomar su mano entre las mías. Nada dije. ¿Para qué? Me bastaban los suaves rumores de aquella hermosa noche y el perfume de las flores que nos rodeaban, únicos testigos del beso que deposité en sus labios. Flavia me rechazó dulcemente, exclamando: ¡Ah!

Una mirada de mi amigo me hizo comprender repentinamente que no debía verme ni hablar otra vez con Flavia y caí de rodillas tras unos arbustos.

Por fin, a las tres de la mañana, cuando empezaba a romper el alba, me vi en mis habitaciones sin más compañía que la de Sarto. Contemplaba distraídamente el fuego; mi compañero fumaba su pipa y Tarlein se había retirado a descansar, negándose a dirigirme la palabra. Cerca de , sobre la mesa, se veía una rosa de las que Flavia había llevado al pecho aquella noche.

Arrojé al suelo la carta con desprecio, lo que hizo reír a Flavia, que me presentó la segunda misiva. Ignoro quién me la envía dijo. Léela. Un momento me bastó para saber quién había trazado aquellas líneas.