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Cenará usted conmigo esta noche, suceda después lo que quiera, ¡Voto a! como dice Sarto; no se encuentra uno de manos a boca con un pariente todos los días. Nuestra cena de esta noche será sobria dijo Tarlein. No tal repuso el Rey, teniendo por convidado a nuestro primo. No por eso olvido que debemos partir mañana temprano, Tarlein.

Ninguno manifestó la menor sospecha y sentí que iba recobrando la serenidad y que mi corazón latía menos apresuradamente. Pero Tarlein seguía pálido y noté que le temblaba la mano al dársela al General. El cortejo formó frente a la estación, donde monté a caballo, teniéndome el estribo el anciano General. La ciudad consta de una parte antigua y otra moderna.

Pues eso es todo lo que ella quiere. Tarlein, que estaba enamorado, comprendió mejor la penosa situación en que yo me veía, y sin decir palabra puso la mano sobre mi hombro. Sin embargo prosiguió impasible el viejo Sarto, creo que esta noche debe usted declarársele. ¡Santo cielo¡ exclamé. O poco menos. Y por mi parte mandaré a los periódicos una nota semioficial.

Comimos, volví a embozarme y precedido de Tarlein me dirigí adonde nos esperaban los caballos. No eran más de las ocho y media de la noche, había mucha gente en las calles para una población tan pequeña y era fácil ver que los buenos vecinos de Zenda comentaban noticias al parecer muy interesantes.

Despedí a Juan y sólo entonces di cuenta de mi plan a Tarlein y Sarto. Este último manifestó su desaprobación desde luego. ¿Por qué no espera usted? me preguntó. Porque puede morir el Rey. Y si no muere puede llegar el día de los esponsales. Sarto se mordió el blanco bigote, y Tarlein, poniéndome la mano sobre el hombro, exclamó: Dice usted bien. ¡Probemos! Con usted cuento, Tarlein le dije.

Al oír aquellas palabras de Tarlein quise gritar: «¡Viva el Reypero no pude, y recliné la cabeza en los brazos de mi amigo, lanzando un gemido; mas temeroso de que él interpretase mal mi silencio, volví a abrir los ojos y procuré articular aquellas palabras: «¡Viva!...» ¡Imposible! Mortalmente cansado, transido de frío, me cobijé en brazos de Tarlein, cerré los ojos y quedé desvanecido.

Entretanto dije yo, el Rey acabará por darse a Satanás si tiene que seguir mucho tiempo todavía sin almorzar. El viejo Sarto se rió socarronamente y me tendió la mano. ¡Es usted un verdadero Elsberg! dijo. Después nos miró detenidamente y exclamó: ¡Dios haga que nos veamos vivos esta noche! ¡Amén! fue el comentario de Federico de Tarlein. El tren se detuvo.

Que será matar al Rey dijo Tarlein. Se guardará bien de hacerlo repuso Sarto. Tres de los seis están en Estrelsau continuó Tarlein. ¿Tres no más? ¿Está usted seguro? preguntó el veterano coronel con vivo interés. Segurísimo. La mitad de la cuadrilla. ¡Pues entonces el Rey vive, porque los otros tres están vigilándolo en su prisión! exclamó Sarto. ¡Verdad es! dijo Tarlein.

En los labios del viejo Sarto apareció irónica sonrisa. ¡Dios los proteja a los dos! le murmurar. ¡Animo, joven! y su mano estrechó disimuladamente la mía. Volví al andén seguido de cerca por Federico de Tarlein y el coronel Sarto, y lo primero que hice fue cerciorarme de que tenía el revólver a mano y de que mi espada salía fácilmente de la vaina.

En aquel instante apareció en la puerta la madre de Juan el guardabosque. Permaneció allí algunos momentos y sin manifestar la menor sorpresa nos volvió la espalda y se alejó por el corredor. ¿Habrá oído? preguntó Tarlein. ¡Yo le cerraré la boca! dijo Sarto con siniestro acento; y salió llevándose el cuerpo inerte del Rey.