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Actualizado: 16 de mayo de 2025
No había modo de despertarlo, y son las cinco. Repito, coronel... iba a continuar más irritado que nunca, aunque medio helado el cuerpo, cuando me interrumpió Tarlein apartándose de la mesa y diciéndome: Mire usted, Raséndil. El Rey yacía tendido cuan largo era en el suelo. Tenía el rostro tan rojo como el cabello y respiraba pesadamente.
Por eso sigo ejercitándome en el manejo de las armas y no quiero pensar siquiera en que algún día he de perder el vigor de la juventud. Una vez al año interrumpo la monotonía de mi sosegada vida. Entonces voy a Dresde, donde me espera mi amigo y compañero querido, Federico de Tarlein. El año pasado lo acompañaban su bonita mujer, Elga, y un precioso y robusto niño.
A lo cual estoy más que dispuesto, como pueda verme con ella a solas contesté. De seguro no cree usted que la tarea pueda parecerme ingrata ni difícil, ¿eh, Sarto? Tarlein tuvo a bien ponerse a silbar, y luego dijo: Tarea es esa que hallará usted más fácil de lo que piensa. Mire usted, Raséndil, me duele decírselo, pero no lo puedo remediar.
Después, sangrándole la mejilla, pero apuesto y gallardo siempre, moviéndose en la silla con la facilidad y maestría de costumbre, me saludó; se inclinó también hacia la joven campesina, que se había acercado fascinada; y con un ademán se despidió a su vez de Tarlein, que habiéndose puesto a tiro levantó el revólver y disparó.
Tarlein apenas habló y cabalgaba como si estuviera dormido; pero Sarto, sin dedicar una sola palabra más al Rey, empezó a instruirme desde luego en mil cosas que necesitaba saber, a enseñarme minuciosamente todo lo relativo a mi vida pasada, a mi familia, mis gustos, ocupaciones, defectos, amigos y servidores.
Por mi parte, me dejé caer, medio alelado, en amplio sillón, y José procedió a rasurarme sin pérdida de momento; no tardó en desaparecer mi pobre barba, quedando mi cara tan monda como la del Rey. Al mirarme Tarlein, no pudo menos de exclamar, asombrado: ¡Por Dios vivo! ¡Ahora sí que realizaremos nuestro plan. Eran las seis y no teníamos tiempo que perder.
Vino después el regreso por las calles de la capital hasta palacio, y no dejé de oír algunos vivas al duque Miguel, quien, según me dijo después Tarlein, iba royéndose las uñas y como absorto en negros pensamientos, tan anonadado que hasta sus mismos admiradores convinieron en que debió haber mostrado menos desaliento.
Tarlein ocultó el rostro entre las manos. La respiración del Rey se hizo más ruidosa y Sarto lo empujó con el pie. ¡Maldito borracho! murmuró. ¡Pero es un Elsberg, es el hijo de su padre, y el diablo me lleve si permito que Miguel el Negro usurpe su puesto!
Miguel hará prender en seguida a todos los amigos de usted, Sarto y Tarlein los primeros; proclamará el estado de sitio en la capital y enviará un mensajero a Zenda. Los otros tres asesinarán al Rey en el castillo y el Duque se proclamará a sí mismo o a la Princesa; a sí mismo si llegado el momento se considera suficientemente fuerte para hacerlo.
Seguí silencioso a su lado hasta que, cerca ya de Tarlein y habiendo anochecido, dejó Sarto que nos adelantásemos un tanto, quedándose él atrás para impedir todo súbito ataque de nuestros enemigos. Entonces Flavia me dijo con su voz dulcísima: Sonríete, Rodolfo, si no quieres verme llorar. ¿Estás enojado? ¡Oh, no! La culpa la tiene ese malvado Henzar.
Palabra del Dia
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