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Actualizado: 16 de junio de 2025


Aquel acto fue acogido con unánimes aplausos, y vi que Sarto se sonreía satisfecho, pero no Tarlein, cuya sombría expresión revelaba su disgusto. Pasamos el resto de la cena en silencio; ni Flavia ni yo podíamos hablar.

Toda la nación, puede decirse, está esperándolo allá en la capital con la mitad del ejército, y digo, con Miguel el Negro a la cabeza. ¿Mandaremos a decirles que el Rey está borracho? ¡Que está enfermo! ¿Enfermo? repitió Sarto con sarcasmo. Demasiado saben la enfermedad que le aqueja. No sería la primera vez. Digan lo que quieran repuso Tarlein con desaliento.

Tarlein, vamos a dar una vuelta por los jardines. Sarto cedió inmediatamente. Bajo sus bruscas maneras se ocultaba prodigioso tacto y también, como lo fui reconociendo más y más cada día, un profundo conocimiento del corazón humano. ¿Por qué se mostró tan poco exigente conmigo respecto de la Princesa?

Me creía en situación de afrontar la ira y el poder del Duque y de retener a la fuerza la corona, no por ambición, sino porque el Rey de Ruritania era el esposo destinado a la princesa Flavia. ¡Sarto, Tarlein! ¿Qué me importaban? ¿Qué significan los obstáculos, ni cómo examinarlos y medirlos a sangre fría cuando la pasión ciega domina al hombre por completo?

Había terminado la comedia y el rostro pálido de Tarlein nos llamó a la realidad; por más que en definitiva la farsa proyectada iba a convertirse para nosotros en única realidad. ¿Ha muerto el Rey? preguntó. ¡Dios no lo quiera! contesté. ¡Pero se halla en poder de Miguel el Negro! La vida de un Rey tiene sin duda sus exigencias, pero la de un Rey apócrifo las tiene decididamente mucho mayores.

La excursión ofrecía poco peligro; la noche era clara, el camino hasta Zenda, muy concurrido y lo único que hice fue envolverme en una amplia capa. Un lacayo nos seguía a distancia. Tarlein dije al llegar a la población; en la posada adonde nos dirigimos hay una muchacha muy linda. ¿Cómo lo sabe usted? preguntó. Porque he estado en ella. ¿Desde?... No, antes. Pero le reconocerán a usted.

A la noche siguiente dejé muy tarde la mesa en que acababa de comer en compañía de Flavia y la conduje hasta la puerta de sus habitaciones. Allí besé su mano y me despedí de ella deseándole tranquilo reposo. Inmediatamente cambié de traje y salí. Sarto y Tarlein me esperaban con tres hombres y los caballos. Sarto llevaba consigo una larga cuerda, y ambos iban bien armados.

Porque la princesa Flavia así lo quiso. Y ahora, a caballo. ¿Está todo seguro aquí? Nada está seguro hoy, pero cuanto podemos hacer está hecho. En aquel momento se nos unió Tarlein, que vestía uniforme de capitán del mismo regimiento que yo, y a Sarto le bastaron cinco minutos para ponerse también su respectivo uniforme.

Al abrir la puerta de mi antecámara vimos a Federico de Tarlein, vestido y reclinado en el sofá. Parecía haber dormido, pero nuestra entrada lo despertó. Incorporándose vivamente me dirigió una mirada y con un grito de alegría se arrodilló a mis pies. ¡Gracias a Dios, señor, que os veo sano y salvo! exclamó, procurando asir mi mano. Confieso que me sentí conmovido.

Pedí un caballo, y en compañía de Federico de Tarlein recorrí la gran avenida del parque real, devolviendo todos los saludos con la mayor cortesía.

Palabra del Dia

vorsado

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