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Actualizado: 16 de junio de 2025
La columna mandada por Sarto salió de Tarlein a media noche y tomó por la derecha un camino poco frecuentado que no pasaba por el pueblo de Zenda.
Tomó el documento en sus manos, sonriéndose a su vez de la ocurrencia mía. El coronel Sarto y Federico de Tarlein me acompañarán continué. ¿Va Vuestra Majestad a ver al Duque? preguntó en voz baja. Sí; al Duque y a otra persona a quien necesito ver y que se halla en Zenda. Quisiera poder ir con Vuestra Majestad dijo retorciendo el blanco bigote. Quisiera hacer algo por el Rey y su corona.
Pero usted, Tarlein, ¿cree usted que el Duque no tiene ya elegido candidato al trono, el candidato de la mitad de los habitantes de Estrelsau? Tan cierto como hay Dios, Rodolfo pierde la corona si no se presenta hoy en la capital. Cuidado que yo conozco a Miguel el Negro. ¿No podríamos llevarlo nosotros mismos a la ciudad? pregunté. Bonita figura haría dijo Sarto con profundo desprecio.
Por fin, a las tres de la mañana, cuando empezaba a romper el alba, me vi en mis habitaciones sin más compañía que la de Sarto. Contemplaba distraídamente el fuego; mi compañero fumaba su pipa y Tarlein se había retirado a descansar, negándose a dirigirme la palabra. Cerca de mí, sobre la mesa, se veía una rosa de las que Flavia había llevado al pecho aquella noche.
El hermano del Rey y el que personificaba a éste en el trono, empeñados en una guerra a muerte, disputándose la persona del verdadero Rey, sin que el país se diera cuenta de ello, en medio de la más profunda paz y a las puertas de una población tranquila y confiada. Y, sin embargo, tal era en aquellos momentos la situación entre el castillo de Zenda y la morada de los Tarlein.
Ni aun Tarlein mismo había descubierto toda la verdad, porque no se había atrevido a elevar sus miradas hasta la princesa Flavia y leer en sus ojos, como lo había hecho yo. Quedó por fin acordado nuestro plan en todos sus detalles, los mismos que se verán más adelante.
¡Tarlein! exclamó, daría mil escudos por contemplar mañana la cara de mi hermano Miguel cuando vea que somos dos. ¡Un par de Reyes, nada menos! Y sus alegres carcajadas resonaron de nuevo. Hablando seriamente dijo Tarlein, dudo que sea muy acertada la visita del señor Raséndil a Estrelsau en estos momentos. El Rey encendió un cigarrillo. ¿Y bien, Sarto? preguntó. No debe de ir gruñó el veterano.
El Rey empezó a hablar de lo que se proponía hacer; Sarto, de lo que había hecho; Tarlein se destapó por unas aventuras amorosas, y a mí me dio por encomiar los altos méritos de la dinastía de los Elsberg. Hablábamos todos a la vez y seguíamos al pie de la letra la máxima favorita de Sarto: mañana será otro día. Por fin, el Rey puso su copa sobre la mesa y se reclinó en la silla.
Por mi parte lo estoy contesté. Tarlein me tendió la mano. Por si acaso dijo; y nos estrechamos la mano cordialmente. ¡Nada de niñerías! gruñó el coronel. ¡En marcha! Pero en lugar de dirigirse a la puerta se acercó a la pared del fondo. En tiempo del viejo Rey dijo, hacíamos uso frecuente de este camino.
Díjeme, sin embargo, que la visita era a todas luces conveniente; y Tarlein la aprobó con gran entusiasmo, que no dejó de sorprenderme algo, hasta que descubrí que él también tenía sus motivos para querer visitar el palacio de Su Alteza, cuya dama de honor, la condesa Elga, era la dama de sus pensamientos.
Palabra del Dia
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