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Actualizado: 11 de julio de 2025


Y Flavia, besando mi mano, murmuró: ¡Así sea! ¡Oh, Dios mío, te ruego que así sea! Volvimos a la sala de baile. Obligado a recibir los saludos de despedida, me vi separado de ella. Cuantos me habían saludado se dirigían en seguida a la Princesa. Sarto iba de grupo en grupo, dejando tras miradas de inteligencia, sonrisas y cuchicheos.

¿Es esa una orden que me da el Rey? preguntó altiva. Lo es, Flavia. Orden que obedecerás... si me amas. ¡Ah! exclamó, con expresión tal que le di otro beso. ¿Sabes quién ha escrito eso? preguntó. Creo saberlo. El aviso proviene de persona que es buena amiga mía, y más diré, lo envía una mujer desgraciada. Precisa contestar que estás indispuesta, Flavia, y no puedes ir a Zenda.

En el rostro del General se adivinaba muda interrogación. Los ojos de Flavia no eran menos elocuentes. La sospecha cunde con facilidad portentosa. Voy a ver quién es ese hombre dijo Sarto. No, iré yo misma exclamó la Princesa. Pues en tal caso, venga Vuestra Alteza sola murmuró Sarto.

Aquel castigo aumentó el odio de Juan hacia Henzar y el Duque, y me respondió de su auxilio y lealtad más que cuanto hubieran podido hacerlo todas mis ofertas y promesas. Poco diré de la llegada de Flavia. Es aquél un recuerdo que no puedo renovar sin dolor.

Grande era el aprieto en que me hallaba junto a ella, porque había olvidado preguntar a Sarto el estado exacto de mis relaciones con Flavia; y a decir verdad, si yo hubiera sido el Rey, habría deseado que aquellas relaciones estuviesen lo más avanzadas posible, porque ni soy de piedra ni podía olvidar el par de besos dados a mi bella prima.

Sarto se descubrió a su vez y Flavia dijo, posando su mano sobre mi brazo: Es uno de los caballeros muertos en la última reyerta, ¿verdad? a preguntar de quién es el cadáver que escoltan dije a uno de mis lacayos. Acercóse a los sirvientes que iban delante del féretro, quienes lo dirigieron al enlutado caballero. Es Ruperto Henzar murmuró Sarto.

No pretenderé averiguar si las líneas dirigidas a Flavia las habían dictado el afecto o el odio, la compasión o los celos: pero nos fueron también de gran servicio. Cuando el Duque fue a Zenda ella le acompañó; y allí pudo comprender por primera vez la crueldad de Miguel en toda su extensión y se apiadó su alma del desgraciado Rey. Desde aquel instante estuvo de nuestra parte.

Por mi parte había ido allí con el propósito de humillarme, de implorar su perdón; pero lejos de eso, lo único que dije fue: ¡Te amo, Flavia, con todas mis fuerzas, con toda mi alma!

Se anunció que a la mañana siguiente saldríamos a una cacería, lo dispuse todo para mi ausencia y sólo una cosa me quedaba ya por hacer, la más penosa y difícil. Al anochecer crucé en coche las calles más concurridas y me dirigí a la residencia de Flavia.

Algún día podrían ser útiles sus sospechas, pero por lo pronto sólo significaban un grave peligro para el Rey. Maldije a Federly de todo corazón por no haber sabido refrenar la lengua. ¿Y bien? preguntó Flavia. ¿Ha terminado la conferencia? De la manera más satisfactoria contesté. Volvamos atrás; estamos casi en tierras del Duque.

Palabra del Dia

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