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Siéntese me dijo la anciana señorita, tomando un lugar en el canapé; siéntese, primo, pues aunque en realidad no seamos parientes, ni podamos serlo, pues que Juana de Porhoet y Hugo de Champcey cometieron, sea dicho entre nosotros, la tontería de no tener un vástago, me será agradable, si me lo permite usted, tratarle de primo, en la conversación particular, á fin de engañar por un instante el sentimiento doloroso de mi soledad en este mundo.

Los pies del oficiante pisarán un mármol, sin inscripción, que formará la grada del altar y cubrirá mis restos. Yo me incliné con la emoción de un visible respeto. La señorita de Porhoet tomó mi mano y la apretó dulcemente. No estoy loca, primo continuó, aunque así se diga.

En el mismo instante dieron algunos golpes secos en una puertecita vecina al pabellón. ¿Quién es? dijo la señorita de Porhoet. Levanté los ojos y vi flotar una pluma negra por arriba del muro. Abra usted dijo alegremente desde afuera una voz de timbre grave y musical; abra, ¡que es la gracia de la Francia! ¡Cómo! ¿es usted monona? exclamó la anciana señorita. Corra pronto, primo.

La señorita de Porhoet, cuyas ilusiones eran sostenidas por mi perseverancia, me atestiguaba una gratitud que poco merecía, pues había acabado por hallar en aquel estudio, en adelante sin utilidad positiva, un interés que pagaba mi trabajo y que proporcionaba un solaz saludable á mis pesares.

Me decidí, pues, á dejar ignorar á la señorita de Porhoet, un descubrimiento cuyas consecuencias me parecían ser muy problemáticas y me limité á remitir el título al señor Laubepin. No recibiendo contestación alguna, no tardé en olvidarlo en medio de los cuidados personales que me abrumaban entonces.

El día de ayer, no comenzó para tan alegremente como el de la víspera. Recibí por la mañana una carta de Madrid, que me encargaba anunciar á la señorita de Porhoet la pérdida definitiva de su pleito.

¡Mis confidencias, señora! No puedo comprenderla. A excepción de la señorita de Porhoet, nadie en el castillo ha recibido de , ni la sombra de una confidencia. ¡Ay! respondió quiero creerlo... lo creo... pero no es bastante. En el mismo instante entró la señorita Helouin, y todo quedó concluído.

Desgraciadamente, esos archivos son muy ricos y el palomar está lleno de ellos desde el techo hasta el sótano. Ayer, había ido muy temprano á casa de la señorita Porhoet, con el fin de acabar antes de la hora de almorzar el examen del legajo núm. 115, que había comenzado la víspera.

Después de un cambio de ceremonias, de saludos y de reverencias interminables, tomaron las sillas que les presenté y ambos se pusieron á contemplarme con un aire de grave beatitud. Y bien pregunté ¿se terminó? Se terminó respondieron al mismo tiempo. Muy bien añadió la señorita de Porhoet. Maravillosamente agregó el señor Laubepin, añadiendo después de una pausa: El Bevallan se fué al diablo.

Hay, no recuerdo en qué cuento, una princesa desgraciada, á quien se encierra en una torre, y á la cual, una hada enemiga de su familia impone sucesivamente una serie de trabajos extraordinarios é imposibles; confieso que en aquel momento la señorita de Porhoet, á pesar de todas sus virtudes me pareció ser parienta próxima de aquella hada.