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Un cuarto de hora después, salía de allí llevando en la mano un estuche que mostré al conserje, para que viera que efectivamente era de mi propiedad, y en el fondo de la bolsa de mi abrigo un bulto pequeñísimo, envuelto en gasa. Eso naturalmente no lo vió el buen hombre. Matilde estaba ya en su lecho, cuando fuí a darle las buenas noches.

Me entró un gran abatimiento, y pensé en pedir a cualquier desconocido un puesto en su carruaje, pues no había ninguno por alquilar, cuando se acercó a la tía pescueza, que tanto había desdeñado. ¿Te vienes con nosotras? Matilde y yo traemos una berlina; pero cabemos los tres si te avienes a ir en la bigotera. Vi el cielo abierto. Con tanto júbilo acepté, que la prójima me miró con curiosidad.

Pero ¡ay! así amé a Matilde, y aunque no había muerto en mi memoria, y aun vivía en su recuerdo dulcísimo, ya no era ¡ay! para el pobre mancebo, que le había jurado amor eterno, el ángel benéfico que a todas partes le seguía, que señoreado de su espíritu fué luz en todas las tinieblas, rumor de fuente en la soledad, iris de bonanza que anuncia, a través del nublado, que la tormenta se aleja, que ha cesado la tempestad.

Las telas deslumbrantes que derramaban un perfume delicado, los encajes costosísimos y los mil primores de todas suertes que iban saliendo de los baúles, despertaban en Matilde la sensualidad y concupiscencia de su naturaleza aldeana. ¡Cómo se hubiera reído de quien le dijese que su hermana, la opulenta condesa de Trevia, era más desgraciada que ella!

Pero ese monumento no ha sido elevado por la España, sino por tres artistas, herederos en parte del genio de Máiquez: los dos Romea y Doña Matilde Diez. El Sacatin, que he mencionado, es un curiosísimo edificio moruno que le da su nombre á un barrio donde tiene su residencia el comercio.

Matilde era la única que vivía en el país, casada con un muchacho más alto y fornido que rico, gran bebedor y jugador de bolos, que poseía los instintos groseros y viciosos de un labriego y los humos nobiliarios de un mayorazgo. Tenían ya siete hijos, y aunque Laura y Ángela les cedieran su parte de herencia, criábanlos más pobremente aún que D. Álvaro había criado á los suyos.

Cuento contigo y con dos o tres amigos más, para que nos acompañen. Es una fantasía de mi amable niña Watkinson. No dejes de ser exacto. A Armonville, esta noche, a las ocho. Tu vieja amiga Matilde HussonLa señora de Husson, segura de la aprobación de la señora Martholl, no ocultaba sus proyectos. Había mirado siempre con malos ojos el casamiento de Huberto con la señorita Aubry.

Pero ¡ay! no pude contemplarla. Seguí adelante, y seguí dulcemente impresionado. Me parecía que oía yo detrás de el ruido de la ondulante falda de muselina. No tuve valor para volver el rostro. ¿Por qué en aquel momento pensé en Matilde, la dulce niña de mi primer amor? ¡Ay! ¿por qué creí ver delante de un rostro apenado, lloroso y dolorido, el rostro de Angelina?

Otra, Matilde la Serrana: era morena y regordeta, y tenía el tipo común de las sevillanas. La tercera se llamaba lisamente Lola, una mujer obesa, con seno monstruoso, que inspiraba repugnancia, y manos amorcilladas, cubiertas de sortijas de poco valor. Las tres vestían el traje de percal y el pañolón de Manila, común a las jóvenes del pueblo, y ostentaban flores en los cabellos.

Yo no por qué esa mujer no deja fuera al marcharse lo que hace falta... Es verdad que, por regla general, me levanto tarde; pero puede haber un negocio urgente como ahora... ¿Quiere que vaya a pedir una onza de chocolate a la vecina? No, no hace falta. Estoy seguro de que Matilde se enfadaría. ¿No hay por ahí nada que comer? La criada tardó unos segundos en contestar.