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Don Gaspar de Fuensalida prestó la fianza de 300 ducados: la prueba duró algunos meses, y en ella declararon Carreño, Zurbarán, Ángelo Nardi, el Marqués de Malpica, el portugués Marqués de Montebello y Alonso Cano, el cual afirma que «jamás oyó decir que Velázquez practicase el oficio de pintor ni hubiera vendido cuadros, sino que los hacía por gusto en obediencia del Rey para ornato de Palacio, donde desempeñaba cargos honrosos».

Sobre esta fotografía se eleva, surgiendo del marco e inclinándose sobre el retrato, una fina y dorada pluma de pavo real; y esta pluma es como un símbolo de esta mujer altiva, desdeñosa, con su eterno gesto de displicencia que perpetuó Velázquez, que perpetuó Carreño, que perpetuó Del Mazo. El segundo cuadro es una litografía francesa. Se titula La Música; representa una mujer que toca un arpa.

Carreño se reía a carcajadas con estos dichos de su mujer; y como era bastante más avisado que ella, no los usaba tan crudos; pero en el alcance de la intención, no la iba en zaga. Las hijas, cargadas de similores y de cintajos, muy porosas y verdegueando, con la misma intención de casta rajaban en un estilo mixto de lo más malo de los otros dos.

Es tan malo de aqueste su gobierno, Que en sus penas á todos ver quisiera, Con saber que de aquesto la ganancia Que le viese, es tormento en abundancia. ¿Qué diremos de aquel gran marinero Carreño, que en tres dias vino á España De las Indias, trayendo mal tempero, Huracanes, tormenta muy estraña?

No todos los navegantes eran piadosos y confiaban su suerte al cielo. En el primer siglo del descubrimiento, esparcíase entre la gente marinera la leyenda del piloto Carreño, un argonauta osado y blasfemador, enemigo de Dios y de los santos.

No pensaba en semejante cosa el tuerto Bermúdez, que le escuchaba sin pestañear y bostezando a ratos; y eso que podía jurar que lo de las artimañas y las componendas con las clases inferiores, iba con él porque era rico y del solar de Peleches, y vivía en Sevilla, y tenía negocios y amigos de muchas castas en varias partes, incluso Villavieja; sabía también que los Vélez de la Costanilla le detestaban con cuanto le pertenecía, y que si venían a visitarle entonces era sólo por darse lustre y venderle la fineza; sabía además que el resoplado Vélez, con todos aquellos pujos de idealismo aristocrático, era, so capa, el mayor y más funesto intrigante que había en Villavieja, con excepción del otro, de Carreño, el de la Campada, que allá salía con él en intrigas y en agallas; y sabía, por último, que era relativamente pobre y pobre vanidoso, vivía retraído y envidioso y maldiciente, lo mismo que sus hijos e igual que todos sus fidalgos progenitores.

Leyósele su dicho, rectificose en él, y lo firmo. Dijo no tocarle las generales, y que es de edad de cincuenta y ocho años poco más o menos. Alonso Cano. Fernando Ant. de Salcedo. Diego Lozano y Villamejor. Declaración de Juan Carreño de Miranda en la misma información. Que conoce al pretendiente había casi treinta y cuatro años, que son los que hace que vino el testigo a esta corte.

La única nota discordante en aquel conjunto de cosas bastante bien concordadas y soportables, y hasta entretenidas a ratos, fue la familia Carreño, o más propia y gráficamente «los Carreños» de la Campada, o, como si dijéramos, los Mucibarrenas de Villavieja, ya que a sus rivales sempiternos, los Vélez de la Costanilla, se les llamó, a su debido tiempo, los Butibambas.

Con verdadero asombro se observa que hombre dotado de tan extraordinarias facultades y cuyas obras están llenas de clara enseñanza, no dejase discípulos dignos de su maestría: porque su yerno Juan Bautista del Mazo, que fue diestro en copiarle e imitarle, no pasó de esta habilidad sin llegar a conquistar mayores méritos: su esclavo Juan de Pareja, se aficionó al exclusivo remedo de los venecianos, como atestigua el lienzo de la Conversión de San Mateo; y a Carreño de Miranda que hizo excelentes retratos, le faltaron el dibujo, el aire y el buen gusto de su maestro: y aún quedan por bajo de los citados, Juan de Alfaro, Nicolás de Villacis, Tomás de Aguiar, Juan de la Corte y Burgos Mantilla; nuestra pintura no vuelve a tener un genio por intérprete hasta que nace Goya.

Pasajeros y soldados no podían tenerse de pie sobre el buque, tembloroso por la velocidad y próximo a romperse. El piloto Carreño, sentado en el tabernáculo, tenía que agarrarse a su cadira de mando para que el loco movimiento de la nave no lo arrojase al mar. Los demonios, espíritus traviesos, ejecutaban las maniobras al revés de las voces náuticas que daba Carreño.