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Actualizado: 29 de junio de 2025
Prosiguió el coloquio con esta vaga fluctuación entre lo real y lo imaginativo; y en tanto, Benina, calle arriba, calle abajo, ya con la mente despejada, tranquilo el espíritu por la posesión de un caudal no inferior a tres duros y medio, pensaba que toda la tracamundana del conjuro de Almudena era simplemente un engaña-bobos.
Muy tranquilo estuvo Almudena toda la noche, sin poder coger el sueño, delirando con el viajecito a Jerusalén; y Benina, por ver de calmarle, mostrábase dispuesta a emprender tan larga peregrinación.
En una de estas cayó boca abajo, y allí se quedó cual si fuera la víctima, mordiendo la tierra, mientras la señora de sus pensamientos le decía: «Almudena, Almudenilla, si te cojo, verás... ¡tontaina, borricote!...».
Es mocha... mocha... murmuraba el ciego volviendo su rostro hacia el suelo. No es tanto observó la otra, queriendo engañar su pena con ideas optimistas . ¿Quién no tiene un duro? Un duro, amigo Almudena, lo tiene cualquiera... Con que ¿puedes buscármelo tú, sí o no?».
No quedó rincón madrileño que no vieran, desde el Campo de Guardias hasta la Pradera del Canal, y desde la Fuente de la Teja hasta las Ventas del Espíritu Santo, ni encrucijada por donde no pasaran, siendo uno de sus placeres favoritos examinar los lugares del Madrid antiguo descritos en novelas de capa y espada a cuarto la entrega, en las cuales aprendieron a retazos y malamente episodios que les hacían mirar ciertos sitios con un respeto entre ridículo y poético, dando como seguro que Felipe II presenció el asesinato de Escobedo desde un portal de la calle de la Almudena, y comentando, como si hubieran asistido a ellas, la muerte de Villamediana junto a San Ginés o aquella aventura en que Quevedo desafió a un hidalgo que había pegado un bofetón a una señora. ¡Qué diferencia había entre el entusiasmo con que iban adquiriendo aquella dislocada erudición de lances madrileños y el desprecio con que miraban las biografías latinas de Cornelio Nepote y los Trozos escogidos, que a ellos les parecían la pura esencia de lo inaguantable!
Las ropas de uno y otro mendigo chorreaban; el sombrero hongo de Almudena parecía la pieza superior de la fuente de los Tritones: poco le faltaba ya para tener verdín. El calzado ligero de Benina, destrozado por el mucho andar de aquellos días, se iba quedando a pedazos en los charcos y barrizales en que se metía.
Un día estaba el hombre muy molesto por no poder cazar una pulga que atrozmente le picaba, burlándose de él con audacia insolente, cuando... no es broma... se le aparecieron dos ángeles. «¿Pero tú ves algo, Almudena? le preguntó Cuarto e kilo. Ver mí burtos ellos». Explicó que distinguía las masas de obscuridad en medio de la luz: esto por lo tocante a las cosas del mundo de acá.
Pero ellos cumplían una orden del jefe, y si no la cumplían, mediano réspice les echarían. Almudena callaba, andando agarradito a la falda de Benina, y no parecía disgustado de la recogida y conducción al depósito de mendicidad.
Temblorosa llegó a la calle Imperial, y habiendo mandado al moro que se arrimara a la pared y la esperase allí, mientras ella subía y se enteraba de si podía o no alojarle en la que fue su casa, le dijo Almudena: «No bandonar tú mí, amri. ¿Pero estás loco? ¿Abandonarte yo ahora que estás malito, y los dos andamos tan de capa caída? No pienses tal desatino, y aguárdame.
Cuerpo más asistido de cardenales no se conoció jamás, ni persona que en su corta edad, pues no tenía más que veintidós años, aunque representaba treinta, hubiera visitado tan a menudo las prevenciones de la Inclusa y Latina. Almudena la trataba, con buen fin, desde que se quedó huérfana, y al verla tan arrastrada, dábale de tres cosas un poco: consejos, limosna y algún palo.
Palabra del Dia
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