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Desarrollados los anfibios, asemejados á la humana forma, habríanse trocado en semihombres, en hombres de mar, tritones ó sirenas. Sólo que, al revés de las melodiosas sirenas de la fábula, éstos hubieron permanecido mudos, impotentes para constituirse un lenguaje, para entenderse con el hombre y moverle á compasión.

Todas las columnas, rojas ó amarillas, tenían capiteles de diversos colores. Predominaba en los muros el negro charolado con el rojo y el ámbar, ocupando su centro un pequeño cuadro, las más de las veces erótico. En los frisos cabalgaban amores y tritones entre emblemas campestres y marítimos.

Cuando se siente amor al arroyo, no produce bastante satisfacción el mirarlo, estudiarlo y pasear por sus riberas; se siente la necesidad de mayor intimidad con él, sumergiéndose en sus aguas. Como nuestros antepasados, nos convertimos en tritones.

Para divertir á Ulises se evocan los monstruos de lo más profundo del mar, y se les obliga á mostrarse en la superficie: ballenas y delfines discurren por el estanque, y arrojan al aire columnas de agua perfumada, que salpican á los espectadores, y sirenas y tritones celebran un baile alrededor de la barca que lleva á los amantes.

Los que volvían de allá, adornado el casco con raros plumajes, hablaban de ejércitos de hombres cobrizos y fieros que sacaban el corazón a los enemigos para ofrecerlo a sus dioses; de esbeltas y ligeras amazonas con sólo un pecho, para tirar mejor del arco; de tritones mostachudos en los ríos, sirenas en las desembocaduras, perlas en los golfos y grandes bloques de oro nativo, del que enseñaban fragmentos... ¡Las ricas ínsulas no eran ficciones de los libros! ¡Había tierras en las que un paladín podía crearse un reino a golpes de espada!... Y la juventud corrió a llenar con sus armas y sus ilusiones las naos de Sevilla y Cádiz; y una vez en el otro mundo, empezaban la epopeya de los «navegantes de tierra firme», más dolorosa y más heroica que la de los navegantes del mar.

Su marido Poseidón en las costas griegas y Neptuno en las latinas despertaba las tempestades al montar en su carro. Los caballos de cascos de bronce creaban con su pataleo las olas que tragan á los navíos. Los tritones de su cortejo lanzaban por sus caracolas los mugidos atmosféricos que tronchan los mástiles como cañas.

A los lados del barco el agua producía un murmullo, interrumpido por el estruendo de algún golpe de mar: cuchicheo misterioso y monótono. Las espumas, fosforescentes sobre el lomo negro de las olas, parecían tritones luminosos que nos perseguían jugando. Pasamos por delante de la playa de las Animas. Bisusalde y las casas de Izarte, próximas al acantilado, se veían a la luz de la luna.

En el de delante iban los combatientes; en el centro, bajo e indefenso, la chusma; en la popa, el jefe y su séquito. Al venir tiempos de paz y seguridad, los progresos de la arquitectura naval fueron rebajando los castillos esculpidos como altares, con mascarones, tritones y ondinas; pero la popa continuó siendo el lugar de honor, el aposento de los privilegiados.

Una concha de nácar era su carroza, y seis delfines tiraban de ella con jaeces de purpúreo coral. Los tritones, sus hijos, llevaban las riendas. Las náyades, sus hermanas, golpeaban el mar con las escamosas colas, irguiendo sus troncos de mujer envueltos en la magnificencia de una cabellera verde, entre cuyos bucles asomaban las copas de los senos con una gota temblona en el vértice.

Ávidos de salud, los enfermos utilizan todo lo que el manantial lleva consigo y todo lo que bañan sus aguas; respiran el gas que desprenden, se envuelven en el lodo negro que forman la arcilla y la arena y llegan á cubrirse como tritones con el verde limo que se extiendo cual tapiz sobre las aguas.