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Esas olas verdes, mansas, esas espumas blanquecinas donde se mece nuestra pupila, van como rozando nuestra alma, desgastando nuestra personalidad, hasta hacerla puramente contemplativa, hasta identíficarla con la Naturaleza. Queremos comprender al mar, y no le comprendemos; queremos hallarle una razón, y no se la hallamos.

Estamos aún a un centenar de varas de la caída, y las espumas nos azotan el rostro, mientras el ruido nos aturde. El guía nos habla a gritos, pero yo me limitaba a aferrarme firmemente a su mano.

Mas abajo las faldas aparecen á trechos cubiertas con las alfombras frescas y tupidas de algunas praderas, ó de repente se ve una rambla estrecha y profunda por cuyos agrios peñascales se precipita algun torrente, saltando de roca en roca en luminosos torbellinos de perlas y espumas y regalando á las brisas su eterno concierto de salvajes rumores.

Porque allá al fondo era un bosque de cocoteros, o una hilera de palmas lejanas que iba a dar en la garganta de dos montes; ya era, al borde mismo del camino, una pendiente llena de flores azules y amarillas que remataba en un río de espumas blancas, nutrido con las aguas de la sierra, o eran ya a la distancia, imponentes como dos mensajes de la tierra al cielo, dos volcanes dormidos, a cuya falda serpeada por arroyuelos de agua blanca viva y traviesa, se recogían, como siervos azotados a los pies de sus dueños, las ciudades antiguas, desdentadas y rotas, en cuyos balcones de hierro labrado, mantenidos como por milagro sin paredes que los sustentasen sobre las puertas de piedra, crecían en hilos que llegaban hasta el suelo copiosas enredaderas de ipomea.

La chalupa, levantada por una ola monstruosa, fué lanzada hacia el canal. Desapareció un momento entre las espumas, y poco después pudo vérsela levantada sobre la cresta de una ola, que la empujaba hacia adelante. ¡Gobierna derecho, Horn! gritó el Capitán. Habían ya entrado en el canal del atol. Lo atravesaron con la rapidez de una bala y entraron en el pequeño mar interior del islote.

La fresca brisa de la tarde baña su rostro. Vuelven los ojos á tierra y su gozo aumenta viendo á Cádiz surgir de las aguas con su ceñidor de espumas, con su crestería que los rayos del sol doran como la corona gigantesca del dios de los mares. En aquel momento, Soledad preguntó á Uceda en voz baja: ¿Sigues en tu idea de marcharte á Sevilla? . Yo también me voy.

Esto ocurrió una tarde, en la intimidad de una conversación habida en el mirador del gabinete de la marquesa entre ésta, su hija y el relatante, al blando rumor de las ondas que venían a morir, deshaciéndose en ancha faja de espumas, sobre la playa inmediata.

El oído, acostumbrado al roce incesante de las espumas en los costados del buque, al estremecimiento de la atmósfera cortada por el impulso de la marcha, al lejano zumbido de las máquinas extendiendo su vibración por los muros y tabiques del gigantesco vaso de acero, acogía ahora con extrañeza este silencio repentino, absoluto, abrumador, como si el buque flotase en la nada.

Hasta de sus propios resabios trataba de sacudirse, se le figuraba que de sus fechorías más recientes le quedaban algunos en el estilo, y temía que por aquellas espumas se descubrieran, las pasadas tempestades. ¡Mujer más singular!

No se atrevieron á matarle porque habían sido sus discípulos; pero como deseaban verse libres de su presencia, lo confinaron perpetuamente en una pequeña isla, en un peñón solitario y malsano, lejos de toda vida, en las inmediaciones de la muralla de rocas y espumas que muy pocos osan pasar. El emperador murió á los pocos años en este destierro de un modo obscuro.