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Eso de que Madrid se quisiera imponer en todo, no lo toleraban en la bolsa de Ronzal. Se llegó en alguna ocasión a declarar que se despreciaba la comedia porque los madrileños la habían aplaudido mucho, y «en Vetusta no se admitían imposiciones de nadie», no se seguía un juicio hecho.

Porque en San Sebastián no hay arriba de doce temas para artículos. Los corresponsales madrileños que vienen aquí hacen las mismas crónicas cada temporada. Yo conozco a un compañero que lleva ya quince sobre la lluvia. Es un especialista. ¿Cómo se explica el que esta municipalidad, tan adelantada en otras cosas, no se haya cuidado nunca de darle temas a los escritores?

Viajan, , por mero placer, los elegantes y los fantaseadores, los bañistas de afición y los amantes de la naturaleza; pero, precisamente en la fecha citada, este linaje de madrileños regresaba ya hacia las orillas del Manzanares, ó, por mejor decir, hacia las bocas de riego del Lozoya.

Los madrileños se quedarán chupando el dedo por una temporada... ¿no es verdad, señora condesa?... ¿Dónde mejor que entre los suyos, señores?... Y daba palmaditas afectuosas en la rodilla del conde, que le obligó á ponerse el sombrero. ¿Y qué tal, qué ocurre por la parroquia, señor cura? Pero, hombre de Dios, ¿qué quiere usted que pase en este miserable rincón?

Y no sólo aquella calle, sino el resto de Salamanca; pues es de advertir que éramos sus primeros visitadores después de la inauguración del ferrocarril, á que asistieron S. M. el Rey y su comitiva..... Aun no se había profanado nada por insustanciales curiosos; aun no se había alineado, revocado ni hermoseado cosa alguna, defiriendo á las críticas de los doctores madrileños de ornato público á la moderna; aun Salamanca era Salamanca..... ¡Quiera Dios que continúe así todavía!

Hallábase en lo más entretenido de aquella crítica literaria, tan propia de su oficio, cuando vio que hacia él iban tres individuos de calzón ajustado, botas de caña, chaqueta corta, gorra, el pelo echadito palante, caras de poca vergüenza. Eran los tales tipos muy madrileños y pertenecían al gremio de los randas. El uno era descuidero, el otro tomador, y el tercero hacía a pelo y a pluma.

Después Fernando VII puso sus tropas en manos de Napoleón, y las autoridades todas, así como los generales y los jefes de la guarnición, recibieron orden de doblar la cabeza ante Joaquín Murat; pero los madrileños dijeron: «No nos da la gana de obedecer al Rey, ni a los Infantes, ni al Consejo, ni a la Junta, ni a Murat», y acuchillaron a los franceses en el Parque y en las calles. ¿Qué pasa después?

Touristas madrileños, hombres políticos y altas jerarquías militares, damas modeladas en el más genuino troquel del mundo moderno, invadían los salones en que ya se cantaban dúos y cavatinas, y se bailaban lanceros y cuadrillas, y se amaba y se coqueteaba según la flamante escuela.

Hágame usted caso: olvide su idioma y adopte la ciudadanía de los Cuatro Caminos, que, después de la derrota alemana, es el país más lejano de donde se puede ser en Madrid. Antes de la guerra, España no creía en los rusos. ¿Un ruso? ¡Vamos, hombre! ¡Mire usted que un ruso! decían los madrileños. Entonces no había más que una persona que, de vez en cuando, recibiese algunos rusos en Madrid.

Madrid, que lo ignora todo respecto a provincias, no come vieiras, y es una lástima. Asadas en su concha, con un diente de ajo y un poco de pimentón, las vieiras son bastante más sabrosas que esos cangrejos de celuloide con que los madrileños pretenden consolarse de su falta de mar.