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El cura erguía su cuerpo pequeño y redondo, queriendo abarcar en una mirada de resignación las víctimas, los verdugos, la tierra entera, el cielo. Parecía más grueso. El negro ceñidor, roto por las violencias de los soldados, dejaba libre su abdomen y flotante su sotana. Las melenas plateadas chorreaban sangre, salpicando de gotas rojas el blanco alzacuello.

Y las correligionarias de don Pompeyo reían a carcajadas, demostrando así lo poco arraigado de sus convicciones. La noche se acercaba; el cementerio estaba lejos, y hubo que apretar el paso. La lluvia empezó a caer perpendicular, pero en gotas mayores, los paraguas retumbaban con estrépito lúgubre y chorreaban por todas sus varillas.

Devorando la lectura, al terminar ese primer capítulo, el maestro de francés se sentía pálido y desfalleciente; sus ojos se humedecían, gruesas gotas de frío sudor le chorreaban por las sienes... La historia del regimiento y del coronel era falsa, falsísima; pero entre él y su mujer hubo de por medio cierto abogadillo de París... Y su mujer, la hembra más histérica y perversa, llegó a vengarse de sus justas imprecaciones de marido burlado, insinuándole mefistofélicamente una duda sobre la legitimidad de Silvia... ¡Como tantas otras veces, la realidad era pues más cruel e inverosímil que la novela!

Como usted quiera, no insisto en ello... En cuanto a su invitación, hago tanto caso de ella como esto... Y golpeó con su varilla sus botas que chorreaban agua . Sepa usted que esperaré no sólo ese guardacostas, sino otro que debe llegar del Este. ¡Les esperarás! ¡virgen santa! ¡les esperarás! ¡Oh San Francisco, rogad por !

Nubes descoloridas subían pesadamente en el horizonte, y arrojaban un pálido fulgor sobre los árboles que chorreaban de humedad, y que parecían haberse despojado todavía durante la noche, de una parte de sus hojas. ¡Qué noche!

Me paece que va pa largo. Salvatierra entró en la cocina del cortijo, dejando, al sentarse, una gran mancha del agua que chorreaban sus ropas. La señá Eduvigis, compadeciendo al «pobre señor», encendió apresuradamente en el hogar un fuego de leña menuda. Que sea buena la candela, mujer; que eso y mucho más se merece el forastero decía Zarandilla, orgulloso de la visita.

Las ropas de uno y otro mendigo chorreaban; el sombrero hongo de Almudena parecía la pieza superior de la fuente de los Tritones: poco le faltaba ya para tener verdín. El calzado ligero de Benina, destrozado por el mucho andar de aquellos días, se iba quedando a pedazos en los charcos y barrizales en que se metía.

Era gótico, pero no tenía la crudeza blanca, la sobriedad desnuda de las viejas catedrales. La arquitectura ojival convertía en polícroma: el oro y el bermellón chorreaban por los nervios de los pilares, y los arcos apuntados: las bóvedas, eran azules con estrellas de oro, como un cielo de teatro. Esta belleza, tan bonita, sólo podían imaginarla los Padres de la Compañía.

Las locomotoras chorreaban agua y fuego juntamente, y en los hules de las plataformas del tren de mercancías se formaban bolsas llenas de agua, pequeños lagos donde habrían podido beber los pájaros, si los pájaros tuvieran sed aquel día.

La percalina de que iba forrado el féretro miserable se había abierto por dos o tres lados; se veía la carne blanca de la madera, que chorreaba el agua. Los que conducían el cadáver le zarandeaban. La fatiga y cierta superstición inconsciente les había hecho perder gran parte del respeto que merecía el difunto. Todos los hachones se habían apagado y chorreaban agua en vez de cera.