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Actualizado: 6 de mayo de 2025


El cura erguía su cuerpo pequeño y redondo, queriendo abarcar en una mirada de resignación las víctimas, los verdugos, la tierra entera, el cielo. Parecía más grueso. El negro ceñidor, roto por las violencias de los soldados, dejaba libre su abdomen y flotante su sotana. Las melenas plateadas chorreaban sangre, salpicando de gotas rojas el blanco alzacuello.

Pero ella erguía la pequeña estatura de maja goyesca, unía los codos al talle y pasaba adelante moviendo las caderas, mirando con sus ojillos punzantes a las favorecidas de la fortuna. Su andar y su gesto parecían decir: «¿Y a qué?... ¿Y a qué?...».

Pero en medio de aquellas salas y en el centro de aquel intrincado laberinto, se erguía el grandioso templo erigido en honor de Crishna. En multitud de gruesos pilares, cuyas cuadradas bases tenían por pedestal sendas tortugas, se alzaban monstruosos elefantes, sosteniendo en sus lomos robustos el arquitrabe y el amplio friso sobre el cual se extendía la plana y sólida techumbre.

«Ved ese trono, centro de la tierra», dice Esquilo, hablando de Delfos. En muchos otros sitios, según la fantasía del poeta ó la imaginación popular, se erguía la columna central. Pindaro la veía en el Etna: los marineros del Archipiélago la ponían en el monte Athos: el gran hito que se veía siempre por encima del agua, ya dejando las orillas de Asia, ya navegando por los mares de Europa.

La luna, velada por las nubes, no esparcía ya su claridad sobre el misterio de la noche; la masa negra de los árboles se erguía hostil, y los grupos de plantas floridas no formaban más que sombrías manchas. El alma del jardín había volado.

El Palacio de Gobierno erguía su fachada churrigueresca, del otro lado de la plaza, también obscuro y silencioso, como la Bolsa. Al pasar, Agapo le mostró los puños.

Si Clara hubiera estado menos preocupada en aquel momento y tenido un carácter más observador, sin duda se habría de admirar al ver á doña Paulita afectada de distracciones intermitentes; habría notado que se sonreía con frecuencia, moviéndose sin cesar; que después se ponía muy triste, permaneciendo quieta y como abstraída; que luego le daba una especie de acceso de despecho, crispaba los nervios y cerraba los ojos, erguía el cuello y parecía atenta á ruidos lejanos, no escuchados de otro alguno.

Siempre, en tales ocasiones, las dos terribles mujeres se burlaban de su angustia, y la escena terminaba con el mote convenido. La santa... es la santa.... ¡pobrecita!... Ella, entonces, erguía su corazón acobardado para decirle a Dios en íntima plegaria: ¡Y bien, Señor, yo quiero ser santa; es preciso que lo sea...; hazme santa, Dios mío..., hazme santa de veras!

La barca que saliera daría la voltereta antes de mover un remo. A ver: ¡gente que me siga! Hay que salvar a esos pobres. Era la voz ruda e imperiosa del capitán Llovet. Se erguía sobre sus torpes piernas, la mirada brillante y fiera, las manos temblorosas por la cólera que le infundía el peligro.

Y el viejo se animaba, se erguía, apoyándose en su bastoncillo, y al hablar de su querida tienda, una oleada de sangre daba color a su cara fresca de anciano bien conservado. No; yo no puedo callar; esto apresurará mi muerte. Necesito tranquilidad, y no me acuesto ninguna noche sin llevar en el cuerpo un berrinche más que regular.

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