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Santiago se desprendió bruscamente de los brazos de su hermano y comenzó a gritar salpicando sus palabras con fuertes interjecciones: ¡Un coche, un coche! ¿no hay un coche por ahí?... ¡maldita sea mi suerte!

Ciego de furor, pálido como la muerte, trémulo, y con extraviados ojos, se sentó, tomó la pluma y salpicando á diestra y siniestra grandes manchurrones de tinta, acribillando el papel con los picotazos de la pluma, enjaretó lo siguiente: «: hay que apartar de la gestión de los negocios públicos á esos hombres funestos, que han usurpado el poder de una manera nunca vista en los anales de la ambición; á esos hombres inmorales, que han extendido á todas las esferas administrativas sus viciosas costumbres; á esos hombres que escarnecen al país con sus improvisadas fortunas.

El cura erguía su cuerpo pequeño y redondo, queriendo abarcar en una mirada de resignación las víctimas, los verdugos, la tierra entera, el cielo. Parecía más grueso. El negro ceñidor, roto por las violencias de los soldados, dejaba libre su abdomen y flotante su sotana. Las melenas plateadas chorreaban sangre, salpicando de gotas rojas el blanco alzacuello.

Santiago se desprendió bruscamente de los brazos de su hermano y comenzó a gritar salpicando sus palabras con fuertes interjecciones: ¡Un coche, un coche! ¿no hay un coche por ahí?... ¡maldita sea mi suerte!

El infeliz Carnicero no vio nada de esto, librándose así de una impresión horrorosa; no oyó tampoco el estruendo de las alimañas en el techo, retirándose al través de los tabiques y haciendo saltar bajo su paso débil innumerables pedazos de yeso; no pudo ver cómo cayó de pronto enorme porción de cascote en medio del pasillo, ni cómo algunos de los puntales se movieron y otros se rompieron cediendo al fin al peso de la techumbre podrida; no vio la primera oscilación de esta sobre la sala, ni la inclinación del tabique medianero, ni el vacilar de los de carga, ni la pavorosa lentitud con que las vigas del tejado cayeron sobre las del techo plano, aplastando la bohardilla como un bizcocho; ni oyó los crujidos de las maderas resistiendo todo lo posible el peso, ni el quebrantamiento de algunos tabiques, ni el cuartearse de los yesos, salpicando chinitas menudas que luego fueron piedras; ni vio desprenderse polvo de las alturas, precediendo a una lluvia de cal que luego fue pedrisco de guijarros; ni presenció la desviación de la pared maestra, que empezó haciendo una cortesía a la pared frontera por la calle del Duque de Alba, y luego se rompió por las ventanas y en la parte más frágil.

Hombre: eso es extraordinario. ¡Y todo por María de las Nieves!... Pero todo se acabó, amigo mío. El mundo se me ha caído encima. ¿No lo ve usted, no lo ve usted caer a pedazos sobre mi cabeza? ¿No ve usted estas montañas que me machacan los sesos? Mi cerebro hecho trizas salta en piltrafas mil y salpicando se esparce por las paredes... aquí... allí... más allá. ¿No lo ve usted?

Y para expresar su entusiasmo con más viveza, arrojó el grotesco sombrero en un charco, salpicando a todos de barro. El empleado del fielato saludó a las jóvenes con un tono de zumba paternal: Que seáis buenas... Cuidadito con perderse... Las dos pasaron adelante sonriendo, sin contestar a los saludos mas que con movimientos de cabeza. La pequeña habló al alejarse.

Afiló la navaja en una gran pieza de tela que sostenían dos grumetes; probó las tenazas intentando cazar con ellas la cabeza de uno de los negros, que las esquivó sumergiéndose en la piscina; apreció la densidad de la pasta blanca del cubo salpicando con un asperges de la escoba a los más vecinos; y las buenas gentes celebraban con gran regocijo todas sus travesuras.

Cansada la hoz de encontrar obstáculos, había derribado de un solo golpe una de las manos crispadas. Quedó colgando de los tendones y la piel, y el rojo muñón arrojó la sangre con fuerza, salpicando á Barret, que rugió al recibir en el rostro la caliente rociada.

De buena gana Apolonio hubiera dado unos cuantos azotes a la vieja vestal, que así venía a turbarle y ponerle ante mismo en ridículo, obligándole a descomponer la majestad de la figura; corriendo azariento a entornar la puerta, porque los transeuntes no se percatasen del lance; trayendo un vaso de agua a través de las frívolas oficialas, que sonreían al verle en guisa de camarero: salpicando el rostro de la desmayada e intentando desabrocharle el corsé.