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Actualizado: 6 de julio de 2025


La doble redondez del firme pecho, sin compresión ni arrimo, se estremecía suavemente, al moverse la hermosa, entreviéndose por la transparencia de la tela su puro color de rosa y nieve. Recogidas con gracia en alto las abundantes crenchas de sus negros cabellos, dejaban ver el cuello despejado y cuan bien puesta se erguía sobre él la noble cabeza.

Pero en vano Carmen enrojecía de placer y de rubor, bajando los ojos; en vano se erguía el espada, orgulloso de sus obras, creyendo que iba a presentarse el fruto esperado. El hijo no venía. Y así transcurrió otro año, sin que el matrimonio viera realizadas sus esperanzas. La señora Angustias se entristecía cuando le hablaban de estas decepciones.

Erguía el enorme cuerpo dentro de sus envolturas de púrpura con gallarda arrogancia, como si en aquel momento se sintiera curado de la enfermedad que arañaba sus entrañas y de la insuficiencia del corazón, que oprimía sus pulmones. La cara gordinflona temblaba de gozo; los pliegues de grasa de su barbilla se estremecían sobre el roquete de blondas.

En el ensanche, erguía sus torres de un gótico ridículo la iglesia de los jesuítas, con su residencia anexa; y en torno de ella se alineaban con rigidez geométrica, los hoteles y caserones de los nuevos capitalistas, enriquecidos fabulosamente por las minas de la noche á la mañana. Aresti pasó el puente, siempre tembloroso bajo el paso de los tranvías y las carretas, y entró en el Arenal.

Las luces ya estaban apagadas; mas la luna, que se erguía al nivel del agua, redonda y blanca, hería los cristales del camarote con un rayo de claridad, y entonces, medio oculta y pálida, rígida sobre la hamaca la figura panzuda del Mandarín, vestido de seda amarilla con su papagayo entre las manos. ¡Era él otra vez! Y fué él perpetuamente. Fué él en Singapore y en Ceilán.

Los niños, por lo visto, en cuanto a esto, no valen más que las personas mayores; pues siempre que la pequeña mano encarnada de la niña se erguía por encima del pupitre para pedir la palabra, reinaba el silencio de la admiración, y el mismo maestro estaba a veces oprimido por una duda de su propio criterio y experiencia.

Si por impaciencia, o arrastrada de su genio vivo y desenfadado, contestaba alguna cosa que oliese de cien leguas a falta de respeto, ya podía prepararse: la brigadiera se erguía como una fiera, la llenaba de insultos, y olvidándose a menudo de lo que debía a su propia dignidad, y apesar de los años de Julita, la pellizcaba cruelmente, la abofeteaba y la tiraba de los cabellos: «¡A su madre no se contesta jamás; se obedece y se calla, aunque no tenga razónEran las palabras que siempre salían de su boca en casos tales.

Palabra del Dia

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