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Freya, que hasta entonces parecía embrutecida por el régimen de la prisión, despertaba al verse enfrente de una docena de hombres uniformados y graves. Su primer movimiento fué el de toda hembra hermosa y coqueta. Conocía su influencia física.

Estamos a la espera de lo que llega, crédulos y fatuos para aceptar como una fortuna la primera hembra que nos mire, ágiles y prontos para nuevos deseos, olvidando el ayer con la inconsciencia de una profesional...» De nuevo el recuerdo de la carta con los juramentos de Sigfrido volvió a su memoria.

Catalán era Cosme, ejercía el oficio de sastre en la calle de los Fundidores, hoy de Hernando Colón, y estaba casado con Manuela Tablante, hermosa hembra, la cual gustó más que de su marido de un robusto mozo llamado José Márquez, oficial que en la tienda estaba, y como ambos eran jóvenes y de sangre inquieta, no tardaron en entenderse muy á su sabor y sin que nada llegase á sospechar el buen alfayate de lo que pasaba en su misma casa.

2 Y llegándose los fariseos, le preguntaron, si era lícito al marido repudiar a su mujer, tentándolo. 3 Mas él respondiendo, les dijo: ¿Qué os mandó Moisés? 4 Y ellos dijeron: Moisés permitió escribir carta de divorcio, y repudiar. 5 Y respondiendo Jesús, les dijo: Por la dureza de vuestro corazón os escribió este mandamiento; 6 pero al principio de la creación, macho y hembra los hizo Dios.

Cuando Isidro, que no podía aproximarse a una hembra deseable sin iniciar un intento de posesión, creyó de su deber mostrarse amoroso de Marcela, ésta acogió sus palabras con cierta severidad... ¡Un hombre que iba al Nuevo Mundo en busca de fortuna pensar en fruslerías amorosas que podían quitarle el tiempo necesario para los negocios!

Era un Febrer, un verdadero Febrer. La isla producía mozos bravos como siempre. La buena doña Purificación, madre de Jaime, tuvo un grave disgusto y una alegría maternal al saber que cierta hembra escandalosa había llegado a la isla en seguimiento de su hijo.

Nadie hablaba: no hacía el varón caso de la hembra, ni buscaba la muchacha el halago del mozo, ni el niño se detenía a jugar. Los fuertes parecían rendidos, los jóvenes avejentados, los viejos medio muertos. ¡Casta dos veces oprimida por la ignorancia propia y el egoísmo ajeno!

Esto es lo que le hacía permanecer en su asiento, defendiéndose con debilidad de una hembra, a la que podía repeler con sólo el impulso de una de sus manazas. Por fin, tuvo que hablar: ¡Déjeme su mercé, señorita!... ¡Doña Lola... que no pué ser!

Por lo mismo, quería él vencer allí para que vieran. Había de ser en el salón amarillo, en el célebre salón amarillo. ¿Qué sabía Vetusta de estas cosas? Tan mujer era la Regenta como las demás; ¿por qué se empeñaban todos en imaginarla invulnerable? ¿Qué blindaje llevaba en el corazón? ¿Con qué unto singular, milagroso, hacía incombustible la carne flaca aquella hembra?

Sus manos eran de reina, sus pies de niña, los ojos como violetas claras mojadas de rocío..., pero tenía en su casa para abrir la puerta una hermana de dieciocho años, tísica, que daba compasión. ¡La antesala del placer parecía custodiada por el ángel de la muerte! ¿Leonor?... No la recordaba bien... ¡Ah, ! La insaciable; hembra peligrosísima.