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Actualizado: 19 de mayo de 2025


En la obscuridad del Parque no vio más que las sombras de los eucaliptus, acacias y castaños de Indias; y allá a lo lejos, como una pirámide negra el perfil de la Washingtonia, el único amor de Frígilis, que la plantó y vio crecer sus hojas, su tronco, sus ramas. Esperó en vano.

En verano, cuando penetraba por la ventana abierta el aroma de los pinos y de las acacias y se veía sobre la mesa un vaso con flores, diríase que, en efecto, era aquello una casa de campo. Adornaban las paredes tres cuadros que Pomerantzev había llevado, así como un gran retrato de su hijo, muerto de difteria hacía mucho tiempo; todo esto daba a la habitación un aspecto muy agradable.

A un lado queda el pueblo, que asoma sobre la verdura de los huertos; la blanca torre de la iglesia resalta junto a un ciprés enorme; las palmeras se recortan con sus ramas péndulas en el azul luminoso. Al final de este camino sesgo se encuentra una alameda. Es una alameda compuesta de cuatro liños de olmos y acacias.

Allí, sin consultar para nada la voluntad de las flexibles mimosas ni de las redondas acacias, ni de las imponentes catalpas, ni la de ningún otro árbol o arbusto, flor o legumbre, por respetable que fuese, comenzó a vestirlos todos de verde, matizando los trajes cuidadosamente, a éste dándole uno obscuro y profundo, a aquél claro y deslumbrante, al otro pálido y amarillento, haciendo con ellos una especie de mascarada risueña y original que lisonjeaba la vista de los que aun persisten en tener afición a las obras de la naturaleza.

El sol iluminaba el césped de los jardinillos, abrillantado por la humedad y oscurecido a trechos por las sombras de las acacias, cuyo aroma embalsamaba el aire.

Su tío, desde que había quedado viudo, gozaba de una fama vergonzosa en todo el barrio, desde la Ribera de Curtidores al paseo de las Acacias. No había vendedora de mollejas, tripicallera o chamarilera del Rastro a la que no cortejase, valiéndose del prestigio que lo daban sus habilidades y los cuantiosos ahorros que todos le suponían.

Por entre los hierros de las cancelas que había en las mejores casas se veían los floridos patios, en algunos de los cuales los naranjos y las acacias prestaban grata sombra. Las plantas enredaderas trepaban por las paredes y formaban tupido cortinaje en las ventanas del primer piso.

El gemido del agua se pierde en una vaguedad por la senda de las acacias; y las ruinas adquieren, bajo la luna, esplendor de remotas aristocracias. Estas grises estátuas han visto acaso la pareja, de rosas engalanada, esfumarse en túpidos fondos de raso; y lucir como un dardo de amor y celo, en la noche de estrellas, embalsamada, el puñal veneciano de algún Otelo... Abril, 1922.

Para llegar a la isleta del cenador había un puente de piedra de fábrica suntuosa como todas las demás antiguas construcciones, pero igualmente deteriorado; el piso, formado por grandes bloques de granito, alguno de los cuales se había desprendido. En torno de la derruida columnata crecían algunas acacias y todo lo demás invadido por la yerba y la maleza.

La luz amarillenta del gas brillaba de trecho en trecho, cerca de las ramas polvorientas de las raquíticas acacias que adornaban el boulevard, nombre popular de la calle por donde entraban en el pueblo. ¿Cómo me has traído por aquí? ¿Qué importa? Petra se encogió de hombros.

Palabra del Dia

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