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Actualizado: 27 de junio de 2025


Era la una, en efecto, rubia y pálida con largos bucles a la inglesa, ojos de cielo y cuello de cisne; un tipo, en fin, que traía a la memoria a aquellas delicadas y vaporosas vírgenes osiánicas prestas a deslizarse sobre las nieblas que coronan las cimas de las áridas montañas escocesas o a esfumarse entre las brumas que invaden las llanuras británicas; una de esas visiones que tienen a un tiempo naturaleza de mujer y de hada, sólo vislumbradas por el genio de Shakspeare, que logró transportarlas del mundo de la fantasía al de la realidad; portentosas creaciones que nadie había alcanzado adivinar antes que él, que nadie ha repetido después, y a las que él puso los dulces nombres de Cordelia, Ofelia o Miranda.

En una narración poética, que tal es cualquiera novela, aunque en prosa esté escrita, una mujer inmaculada, una santa, un ángel, no puede mezclarse en la acción sino a costa de los otros personajes; lo mejor es que aparezca, sin llegar con el extremo de su vestidura al lodo de la tierra, y acabe por esfumarse en el éter o por subir al empíreo. Sus pies apenas si deben tocar al suelo.

Pero D.ª Teodora, con sus grandes ojos serenos, le clavó una mirada tan afectuosa que las facciones del caballero, contraídas por la pesadumbre, se fueron dilatando gradualmente, y una plácida sonrisa melancólica concluyó por esfumarse en sus labios. La frente de D. Peregrín, en cambio, quedó surcada instantáneamente por una porción de arrugas.

Los cementerios, de una blancura agresiva, parecen esfumarse y se pierden en el risueño paisaje como una nota sin importancia. La suavidad del cielo y del ambiente los convierte en jardines. ¡Un cadáver ocupa tan poco sitio y la tierra es tan grande!... Los hoteles que fueron hospitales redoran sos rótulos, desinfectan sus habitaciones, envían anuncios á los grandes diarios de la tierra.

El gemido del agua se pierde en una vaguedad por la senda de las acacias; y las ruinas adquieren, bajo la luna, esplendor de remotas aristocracias. Estas grises estátuas han visto acaso la pareja, de rosas engalanada, esfumarse en túpidos fondos de raso; y lucir como un dardo de amor y celo, en la noche de estrellas, embalsamada, el puñal veneciano de algún Otelo... Abril, 1922.

El oficinista seguía pensativo, con las cejas fruncidas, como si estuviese contemplando interiormente un espectáculo molesto para él. Veía una casita cerca de Buenos Aires, y en sus habitaciones, pobres y limpias, una mujer y varios niños. Pero esta visión no tardó en esfumarse, recobrando Moreno el mismo aire de seguridad autoritaria y vanidosa con que se había presentado al hacer su visita.

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