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A un lado queda el pueblo, que asoma sobre la verdura de los huertos; la blanca torre de la iglesia resalta junto a un ciprés enorme; las palmeras se recortan con sus ramas péndulas en el azul luminoso. Al final de este camino sesgo se encuentra una alameda. Es una alameda compuesta de cuatro liños de olmos y acacias.

Me acordé, con los ojos húmedos, de mi aldea del Miño, la venta con un ramo de laurel colgado sobre la puerta, el banco del herrador y las riberas fresca y rozagantes cuando verdean los linos. Era la época en que las palomas emigran de Pekín hacia el Sur.

A la otra parte de la laguna recomienza la verde sábana. Entre los viñedos destacan las manchas amarillentas de las tierras paniegas y las manchas rojizas de las tierras protoxidadas con la labranza nueva. Ejércitos de olivos, puestos en liños cuidadosos, descienden por los declives; solapadas entre los olmos asoman las casas de la Umbría; un tenue telón zarco cierra el horizonte.

La plaza está desierta; picotean al sol unas gallinas; triscan sobre el tejado del convento los pájaros; en la lejanía, a la derecha, se pierde un camino ancho, bordeado por largos liños de olmos desnudos. Suena lenta una campanada larga, y después otra campanada larga, y después tres campanadas finas y breves... Es mediodía. Regreso a la posada.

Desde Freiburgo hasta Kehl la llanura badense desplega todas sus galas de ricos y variados matices; el viento, al agitar las sementeras, hace aparecer en las rubias ondas de los trigos, cáñamos y linos la ilusion de numerosos lagos de colores diferentes, y las graciosas plantaciones de tabaco le traen al hijo de Colombia que las atraviesa el dulce recuerdo de la patria.