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Actualizado: 30 de abril de 2025
La habitación era sencilla: dos grandes balcones sobre la Sendeja, con obscuros cortinajes; las paredes cubiertas de un papel imitación de madera; una mullida alfombra y la gran mesa de escritorio con una docena de sillones de cuero, anchos y profundos como si en ellos se hubiera de dormir.
Los despechados, la turba pedigüeña que en vano le asediaba y bloqueaba, llamábanle «El solitario de Las Arenas», «El ogro de la Sendeja», que era donde tenía su escritorio, y hasta afirmaban, faltando á la verdad, que su carruaje sólo tenía un asiento, para evitarse de este modo toda compañía.
Las criadas que pasaban por el Arenal con la cesta al brazo, camino del mercado de San Antón, y las aldeanas que se detenían á descansar por un momento, dejando en el suelo los cestos de verduras y las cantimploras de leche, volvieron la cabeza hacia la Sendeja al oír el taf-taf de un automóvil. El vehículo pasó veloz por la gran plaza, desapareciendo, ensanche adelante, al otro lado del puente.
Aquellos hombres, que pasaban por bajo de él, tostados, enjutos, habituados á la lucha mortal con el mar cántabro, le hacían recordar á su padre, entrevisto en los primeros años de su vida y del que apenas quedaba en su memoria una sombra vaga. El doctor, separándose del muelle, pasó á la acera de la Sendeja.
Palabra del Dia
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