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Sebastián y Marta, cada vez que recordaban la entrada triunfal de Bonis en medio de las dos aldeanas de ubres ostentosas, se desternillaban de risa. Según Marta, aquello era demasiado, y ya no cabía disimulo. Había que reír a mandíbula batiente. Y se reían.

Adoraba su aldea y todos los viejos testigos de su infancia que le hablaban de otros tiempos. Una cuadrilla en un salón le causaba invencible terror; mas todos los años, para la fiesta de Longueval, bailaba de buen grado con las aldeanas de la comarca.

Las criadas que pasaban por el Arenal con la cesta al brazo, camino del mercado de San Antón, y las aldeanas que se detenían á descansar por un momento, dejando en el suelo los cestos de verduras y las cantimploras de leche, volvieron la cabeza hacia la Sendeja al oír el taf-taf de un automóvil. El vehículo pasó veloz por la gran plaza, desapareciendo, ensanche adelante, al otro lado del puente.

A las pausas elocuentes, cargadas de efectos patéticos, a que obligaba al Obispo la fuerza de la emoción, contestaban abajo los suspiros de ordenanza de las beatas, plebeyas y aldeanas, que eran la mayoría del auditorio. Eran los sollozos indispensables de los días de Pasión, los mismos que se exhalaban ante un sermón de cura de aldea, mitad suspiros, mitad eruptos de la vigilia.

Los chicos, aspados dentro de los trajes nuevos que estrenaban, formaban numeroso grupo que giraba anhelante y respetuoso en torno del cohetero. Por encima de las doradas mazorcas asomaban la cabeza, adornada ya con pañuelos de colores chillones, las jóvenes aldeanas.

Sin embargo, la capillita en cuestión tenía aún sus fieles, escasos, pero tenaces; aldeanas viejas apegadas a las antiguas costumbres como a las antiguas modas, y que iban a quemar un cirio por la curación de alguna enfermedad, rudos pescadores que en la tormenta han puesto su confianza hereditaria en la Virgen que acogía los votos de sus padres, y jóvenes prometidos, supersticiosos como todos los enamorados, que van a encender dos cirios juntos cuya llama más o menos viva es el símbolo de su amor.

Y como Perico se retirase cabizbajo, añadió el doctor: Sobre todo pocas excitaciones... nada de bailar, ni de nadar... reposo moral... ni música, ni novelas.... Las aldeanas que padecen el mal de su hermana de usted se curan con agua, donde echan un manojo de clavos, o escoria de fragua.... La civilización hace artificioso todo: si quiere sanar, que no trasnoche, que no ande en funciones... el corsé flojo, los tacones anchos....

No falta tampoco el idiota de la aldea, magín descompuesto, candidato de pillos, víctima de las bromas aldeanas, enloquecido con ideas sobre filantropía, abriendo la boca de admiración y pestañeando con un ojo que sufre de perlesía intermitente, mientras la pupila del otro se le sale como el carozo de un durazno prisco.

Las mujeres que encontraba por aquellos países no le distrajeron, porque eran la mayor parte toscas aldeanas curtidas del sol, y si tropezó con alguna beldad éuskara, esta, en vez de sonreír al oficial amadeísta, le echó mil maldiciones. Además, Baltasar, frío y concentrado, no era de los que toman por asalto un corazón en un par de horas.

La Valcárcel aprobó el concurso de nodrizas ideado por su marido; el cual no comprendió por qué Nepo, los Körner, Sebastián, las de Ferraz, las de Silva, y otras amigas y amigos reían, a carcajadas unos, con menos violencia otros, la ocurrencia de haber traído él consigo a Pepa y Rosa, las robustas aldeanas de Raíces.