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Sebastián y Marta, cada vez que recordaban la entrada triunfal de Bonis en medio de las dos aldeanas de ubres ostentosas, se desternillaban de risa. Según Marta, aquello era demasiado, y ya no cabía disimulo. Había que reír a mandíbula batiente. Y se reían.

Pero a los dos días, antes de que se pudieran apreciar los efectos, ya no volvió, como si le repugnase aproximar a sus ubres aquel cuerpecito exangüe que parecía un cadáver. En vano buscó la jardinera; no era fácil encontrar pechos generosos que diesen su leche por poco precio. Y mientras tanto, el niño se moría. Todas las mujeres entraban en la habitación del zapatero.

Soltaron las mustias ubres hasta su última gota de leche insípida, producto de un mísero pasto de hojas de col y desperdicios, y al fin Pepeta emprendió la vuelta á su barraca. La pobre labradora caminaba triste y pensativa bajo la impresión de aquel encuentro. Recordaba, como si hubiera sido el día anterior, la espantosa tragedia que se tragó al tío Barret con toda su familia.

Aquello era toda su fortuna, el nido que cobijaba a lo más amado: su mujer, los tres chiquillos, el par de viejos rocines, fieles compañeros en la diaria batalla por el pan, y la vaca blanca y sonrosada que iba todas las mañanas por las calles de la ciudad despertando a la gente con su triste cencerreo y dejándose sacar unos seis reales de sus ubres siempre hinchadas.

La labradora, apretando los labios con un mohín de orgullo y desdén para que las distancias quedasen bien marcadas, comenzó á ordeñar las ubres de la Ròcha dentro del jarro que le presentaba la moza.

Las paredes estaban ennegrecidas por una capa de hollín que representaba luengos años de atmósfera asfixiante; las bestias, acostumbradas a esta lenta sofocación, limitábanse a bufar en sus pesebres. Las mujeres, con los ojos llorosos por el humo, vigilaban la sartén; los niños de pecho tosían, apelotonándose contra las maternales ubres, como si buscasen el fresco de la leche.

El zapatero le parecía más amarillento y triste en el rancio ambiente de su tugurio, encorvado ante la mesilla, martilleando la suela; su mujer más débil y enfermiza, mísera esclava de la maternidad, debilitada por el hambre y ofreciendo como única esperanza al hijo pequeño aquellas ubres flácidas, de las que sólo podía surgir sangre. El pequeñín se le moría.

Costó un triunfo a Nucha vestirla racionalmente, y hacerle trocar la corta saya de bayeta verde, que no le cubría la desnuda pantorrilla, por otra más cumplida y decorosa, consintiéndole únicamente el justillo, prenda clásica de ama de cría, que deja rebosar las repletas ubres, y los característicos pendientes de enorme argolla, el torquis romano conservado desde tiempo inmemorial en el valle.

D. Juan de Pipaón, indispensable en las comisiones, necesario en las juntas, la primera cabeza del orbe para acelerar o detener un asunto, la mejor mano para trazar el plan de un empréstito, la nariz más fina para olfatear un negocio, servidor de mismo y de los demás, enciclopedia de chistes políticos, apóstol nunca fatigado de esas venerandas rutinas sobre que descansa el noble edificio de nuestra gloriosa apatía nacional, maquinilla de hacer leyes, cortar reglamentos, picar ordenanzas y vaciar instrucciones, ordeñador mayor por juro de heredad de las ubres del presupuesto, hombre, en fin, que vosotros y yo conocemos como los dedos de nuestra propia mano, porque más que hombre es una generación, y más que persona es una era, y más que personaje es una casta, una tribu, un medio Madrid, cifra y compendio de una media España.

Y al decir esto, enseñaba sus dientes blancos y fuertes de salvaje, con una expresión de hambre feroz: hambre de comida y de carne femenil, deseos de atracarse de una vez de aquellas cosas maravillosas que, según vagas noticias, devoraban los ricos; de gustar de un solo trago el amor brutal que turbaba sus sueños de jayán casto; de conocer la hembra, divinidad que admiraba de lejos al descender de la sierra y cuyos tesoros ocultos creía adivinar contemplando las grupas lustrosas y ágiles de las yeguas, las ubres sonrosadas y blancas de las vacas... ¡Y después, morirse! como si conocidas y apuradas estas sensaciones misteriosas, no restase nada de bueno en su vida de trabajo y privaciones.