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El médico de Cebre, atrabiliario, magro y disputador; el notario, coloradote y barbudo, osaban decir chistes, referir anécdotas; el sobrino del cura de Boán, estudiante de derecho, muy enamorado de condición, hablaba de mujeres, ponderaba la gracia de las señoritas de Molende y la lozanía de una panadera de Cebre, muy nombrada en el país; los curas al pronto no tomaron parte, y como Julián bajase la vista, algunos comensales, después de observarle de reojo, se hicieron los desentendidos.

Don Acisclo lo tuvo por buen agüero. Después doña Luz siguió leyendo la carta. La sonrisa se fue acentuando cada vez más. Al cabo vino a convertirse en risa algo burlona. «Es curioso pensó don Acisclo . ¿Con qué chistes se descolgará ahora su papá, a los doce o trece años de muerto, para que ella se ría tan fuera de sazón?». En esto, doña Luz acabó de leer la carta.

Gracias a él, las señoras de ambos lados venían a visitarlas, atraídas por el brillo purpúreo de su faja de seda y el esplendor de su cruz de oro. Y Monseñor, sonriendo bonachonamente, se esforzaba por mostrarse galante y pretendía entretener al femenil concurso con chistes aprendidos en el seminario y recuerdos de sus estudios clásicos.

Lo peor es que la característica también le pide otra frase para adornar un mutis que, bien aderezado, puede ser de gran lucimiento para ella; y que el galán afirma que tal ó cual escena es empachosamente larga, y conviene á todo trance aligerarla; y que el actor cómico se lamenta de que su papel es corto, y hay en él pocos chistes... Batiéndose en retirada, el autor infeliz promete á todos lo mismo: Yo lo pensaré, yo lo estudiaré... Desde luego, lo que usted indica me parece muy bien.

Y añade en tono de broma: ¿Quiere usted que, dentro de diez años, al vernos todavía novios, nos abrumen a chistes nuestros amigos? ¡Diez años, Luciana!... es imposible... ¿Por qué es imposible? El viejo Marignol, como usted le llama, tiene sesenta y ocho años; nada le impide llegar a setenta y ocho como muchos de sus colegas, e interceptarnos todo ese tiempo el camino de la iglesia.

En éstas y otras meditaciones por el estilo transcurrieron las horas hasta que dieron las tres, y D. Pedro, que acababa de volver del campo, entró en el cuarto de su hijo para llamarle a comer. La alegre cordialidad del padre, sus chistes, sus muestras de afecto, no pudieron sacar a D. Luis de la melancolía ni abrirle el apetito. Apenas comió, apenas habló en la mesa.

Como su profesor le observase que se reía poco de los chistes y viese en sus ojos, tristes y grandes, algo como una eterna pregunta, teníale por imbécil y un día quiso ponerle en evidencia preguntándole la leccion.

Chico, no cabe duda que los grandes de la naturaleza pueden más que los grandes de España decía con su voz campanuda que no dejaba perderse una sola letra. Gonzalo, pronto, como un gran niño que era, a pasar del llanto a la risa, sonrió primero y dejó escapar al fin sonoras y formidables carcajadas con los chistes de su amigo.

Sigue una escena admirable, en que la Muerte, de la mano del Pensamiento, se desliza como una sombra detrás del Rey para amonestarle, y le dice estas horribles palabras: ¡Polvo eres Y polvo otra vez serás! El Pensamiento salta mientras tanto alrededor de Baltasar, é intenta distraerlo con sus burlas; pero hasta en sus chistes hay algo de esa voz temerosa, que lo aconseja.

Menester es confesar que hizo muy bien el señor obispo en prohibir la aparición de esta figura, dado que sea exacto lo que se cuenta y que no se exageren los melindres y chistes del fingido casto José. Comoquiera que ello sea, el punto se puede pasar por alto, porque no es de los esenciales en esta historia.