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Restallan bajo el sol tus estandartes, Dice España el amor por todas partes, Las almas beben cuanto interpretas, Y por cumbres, collados y senderos, Se une al himno triunfal de los guerreros, La divina canción de los poetas.

¿Qué le parece a usted? me dijo, guardándola en la cartera con aire triunfal. ¡Muy extraño! ¿Usted se las había pedido?... Nada más que una, de la rosa que llevaba en el pecho anteayer, en casa de Anguita... ¡Y esta mujer se casa el ocho de diciembre! Me espanté del caso más de lo que debiera, porque comprendía que con ello le daba mucho gusto.

Lubimoff ve en su memoria el corto y agitado período después de su llegada á París: su ingreso en la Legión extranjera, el grado de subteniente concedido al antiguo capitán de la Guardia imperial, su ida al frente después de haber distribuído y colocado el millón y medio producto de la venta de Villa-Sirena, la dura vida de campaña, los combates, la muerte acompañando con una generosidad lúgubre los avances de la ofensiva triunfal.

Un pequeño río tributario se unía al Júcar desembocando mansamente bajo una aglomeración de cañas y árboles; un arco triunfal de follaje.

Que se lo diga a ustedes, señores, que se lo diga exclamó el cura con aire triunfal; y sin querer aguardar la réplica que el escribano estaba meditando, se metió con un solo movimiento la casulla por la cabeza, tomó el bonete, hizo una profunda reverencia al Cristo ensangrentado, y salió de la sacristía dirigiéndose al altar mayor.

Pero nuestra valiente española, curada de melindres, no pestañeó siquiera: con el mismo paso menudo y vacilante de quien pisa pocas veces el polvo de la calle, continuó su carrera triunfal. Porque lo era a no dudarlo. Nadie podía mirarla sin sentirse poseído de admiración, más aún que por su lujoso arreo, por la belleza severa de su rostro y la gallardía de la figura.

Y pálido y trémulo, se aproximó y puso sus labios en la frente de la criatura, mientras la dama le contemplaba con sonrisa provocativa y triunfal. La cita. Esta fue la tercera noche en que el conde de Onís apenas pudo cerrar los ojos. Nada más natural que en las dos anteriores estuviese agitado, calenturiento; pero ahora, ¿por qué? Todo se había resuelto como apetecía.

No: ¡yo!... ¡yo! Era la duquesa; ya no tenía por qué fingir indiferencia. Aquel dinero era suyo. Se había transfigurado al salir de su mutismo expectante; sus ojos brillaban con un resplandor triunfal; tenía la frente sudorosa; le latían las mejillas, intensamente pálidas.

Mi señora y yo le hemos ayudao mucho... La salida fue triunfal. La muchedumbre se abalanzó sobre Juanillo, como si fuese a devorarlo con sus expansiones de entusiasmo. Gracias que estaba allí el cuñado para imponer orden, cubrirle con su cuerpo y conducirlo hasta el coche de alquiler, en el cual se sentó al lado del novillero.

Hemos bromeado mucho, hemos reído demasiado: las lágrimas me dan ahora envidia, y es de espinas y no de rosas que quiero ver coronada mi cabeza...» El hombre vive en eterno descontento. Tal vez huya él también, como el poeta amante de la diosa, por hartura de felicidad y sed de dolores. De pronto, junto a ellos, rompió a tocar la banda de música una marcha triunfal.