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El senador lo declaraba con desaliento: nadie quería enterarse de la verdadera solución del problema social. ¡Qué país!... Así andaba él. Caliéntese usted la cabeza, trabaje usted noches y noches, estudie condensando en innumerables notas toda la sabiduría del mundo, para que después le hagan a uno menos caso que a un novillero.

Mi señora y yo le hemos ayudao mucho... La salida fue triunfal. La muchedumbre se abalanzó sobre Juanillo, como si fuese a devorarlo con sus expansiones de entusiasmo. Gracias que estaba allí el cuñado para imponer orden, cubrirle con su cuerpo y conducirlo hasta el coche de alquiler, en el cual se sentó al lado del novillero.

El tabernero era hombre formal en sus tratos. Cincuenta céntimos por cabeza, pero con la obligación de gritar todos, hasta ponerse roncos, «¡viva el Manitas!», y llevar en hombros al glorioso novillero apenas saliese del redondel.

Luego la había perdido de vista, no encontrándola hasta muchos años después, cuando ya era novillero y comenzaba a tener un nombre. Fue un día de Corpus, una de las pocas fiestas en que las hembras, recluidas en su casa por una pereza oriental, salen a la calle como moras en libertad, con mantilla de blonda y claveles en el pecho.

Al mes siguiente, este doctorado tauromáquico era refrendado en la plaza de Madrid, donde otro maestro no menos célebre volvió a darle la alternativa en una corrida de toros de Miura. Ya no era novillero; era matador, y su nombre figuraba al lado de viejos espadas a los que había admirado como dioses inabordables cuando iba por los pueblecillos tomando parte en las capeas.

Y ahora, desde su asiento, saludaba al diestro, llamándole Juaniyo, tratándole de , pavoneándose satisfecho cuando el novillero, atraído por tantos gritos, acabó por fijarse en él, contestándole con un movimiento de su estoque. Es mi cuñao decía el talabartero, para que le admirasen los que estaban junto a él . Siempre he creío que este chico sería argo en er toreo.

La espada había penetrado torcida, atravesando al toro y asomando su punta por uno de los costados, junto a una pata delantera. Todos gesticulaban y braceaban con aspavientos de indignación. ¡Qué escándalo! ¡Aquello no lo hacía ni un mal novillero!...

De vez en cuando circulaba entre ellos un soplo de esperanza. Madrid iba a tener un gran matador. Acababan de descubrir a un novillero, hijo de las afueras, que, después de cubrirse de gloria en las plazas de Vallecas y Tetuán, trabajaba los domingos en la plaza grande en corridas baratas. Su nombre se hacía popular.