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¿Grande..., grande? dijo Lilí, indicando con sus manitas uno capaz de encerrar al Pasmo de Sicilia. , grande, grande... Y mira: este es de Aritmética, y este...

Jamás olvidará el que escribe estas líneas las angustias de un pobre niño, modelo de candor y de juicio, al oír explicar cierta lección del Catecismo; quedóse el niño muy pensativo, fuese luego poco a poco angustiando, hasta exclamar al fin convulso, con el corazón encogido, los ojos llenos de lágrimas y temblorosas las manitas: ¡Entonces... entonces... mi papá es muy malo, muy malo... y se va a ir al infierno!

Púsose el niño muy encarnado, corrieron de nuevo sus lágrimas y con verdadera efusión llevó por segunda vez a sus labios la mano del religioso. Poco a poco fueron desfilando los carruajes, y cesaron al fin los gritos de despedida. ¡Adiós!... ¡Adiós!... repetía el anciano. Todavía aparecían algunas manitas saludando a lo lejos por las ventanillas de los coches: ¡Adiós!... ¡Adiós!...

Algunas no son grandes: podríamos colocarlas unas encima de otras y hacer una pared. Vos y yo colocaríamos las pequeñas y Aarón cargaría las otras, estoy segura. Pero, tesoro mío dijo Silas , no hay bastantes piedras para rodear todo el jardín, y en cuanto a que las carguéis vos no hay ni qué pensarlo. Con vuestras manitas seríais incapaz de cargar una mayor que una patata.

¡Tejer tu!... ¡No es posible!... Eres muy chica. ¡Y te gastarías esos lindos ojitos míos y esas queridas manitas!... Yo he de tejerte cuánto me pidas: una carpeta para tu mesita, un pañolón para tu muñeca... Di, ¿qué más quieres? ¡Por favor, mamá! rogaba la niña, sollozando casi. ¡Enséñame a tejer a , que eres tan buena! ¡Ten lástima de ! ¿Y qué quieres tejer?

Imposible es que la oración consuelo, el sol alegría, ni el tiempo olvido, á la que no conmovió la inocencia del niño, que en vez de encontrar los amantes brazos que le dan vida y calor, solo halló, al alargar sus manitas, el frío hierro de la reja del refugio, ó sintió sobre su sonrosada faz el duro viento que se estrella contra las macizas puertas del templo, ante cuyo dintel lo abandonó el crimen para que lo recoja la caridad.

Su mamá la consolaba. Su papá fue a hablar él mismo por el teléfono, a reprender al médico y a mandarle, muy enojado, que viniese en seguida a ver a Lita. Hubo todavía que esperar un buen rato. La mamá hizo rezar a Lita sus oraciones de la mañana y le besaba las manitas. Después la hizo desayunarse con una gran taza de chocolate. Y el médico vino al fin.

Con los ojos dilatados de terror, púsose Lilí a su lado de un salto y levantó entre sus manos la lívida cabecita. Celestino le cogió en sus brazos y llevóselo apresuradamente fuera de la estancia. Quedó Lilí arrodillada en la alfombra, mostrando a su madre sus manitas ensangrentadas, tartamudeando con la opaca vibración de un terror sin medida: ¡Sangre!... Mamá... ¡Sangre!...

Manolillo, mata un morito. Y el chiquillo abría tantos ojos, arrugaba las cejas, cerraba los puños y se ponía como una grana a fuerza de fincharse en actitud belicosa. Después Anís le tomaba las manos y las volvía y revolvía cantando: ¡Qué lindas manitas que tengo yo! ¡Qué chicas! ¡Qué blancas! ¡Qué monas que son!

Bruscamente, como un niño cogido en falta, deja caer el bordado; la joven aparece en la esquina de la casa conduciendo alegremente a un hombre de aspecto rollizo, cubierto de harina, que trata de librarse con ademán torpe de las manitas que lo sujetan, y esparce a su alrededor densas nubes de polvo blanco. Ese hombre es... no cabe duda es... ¡Martín! ¡querido Martín!