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Actualizado: 16 de mayo de 2025


Debes de estar bien, porque ya no dices desatinos, ni quieres echarte de la cama, ni nos insultas, ni dices que nos vas a matar, ni llamas a D. Celestino ni a la D.ª Inés, que te traían trastornado el juicio.

Habíala conocido cuando estaba con su tío, el buen D. Celestino del Malvar. Nos conocíamos los dos, señora, y como ella era tan buena, y yo también..., porque yo era muy bueno... En fin, señora, yo no puedo ocultar a Usía la verdad. Dímela de una vez.

Refugiado en un rincón, oculto como quien está allí de limosna, entre una reducción de la estatua de Byron, presentada en Turín por Pozzi, y una arca tallada del siglo VI, que decían haber pertenecido a Isabel la Católica, había otro caballete pequeño; allí pintaba Paquito Luján, callado siempre, taciturno, tímido y receloso, bajo la dirección también de Celestino Reguera, que hallaba realmente en el niño las disposiciones artísticas que faltaban a la madre.

Mas cuando Celestino Reguera comenzó a formar sobre el tablero maqueado las magníficas piezas del ajedrez, y se puso Jacobo a explicar el pintoresco modo como habían de moverse al jugar la partida las personas que las representaran, Lilí no pudo resistir la tentación y aproximóse al grupo de puntillas, haciendo señas silenciosas a su hermano para que viniese. ¡Era aquello tan bonito!...

Propúsole entonces Celestino Reguera comprar un marco antiguo, de plata cincelada, que procedente de cierta casa ducal muy conocida, estaba de venta en la Exposición de arte retrospectivo. Currita se dio una palmada en la frente. ¡Tonta de ! dijo . Si no se necesita; si tengo yo aquí mismo, en casa, al alcance de la mano, algo mejor y mas rico que cuanto pudieran ofrecerme.

Hallólo, al fin, en Celestino Reguera, famoso acuarelista de la Escuela sevillana, de esos que prefieren lo correcto a lo grandioso y tienen en más un paisaje de Watteau que una sibila de Miguel Ángel.

Guzmán, que era ya Excelentísimo señor don José Celestino, senador del reino, columna del partido conservador, consejero de Estado, embajador probable, ministro posible y todo lo que quisiera, si lo quería con gran empeño, pasaba la pena negra desde que Luz había llegado a Madrid.

El pincel de Celestino entraba y salía por los lienzos de Currita con tanta frecuencia y libertad, que al terminar esta sus cuadros podía repetir, con harta razón, lo que dijo el monaguillo de marras: «Yo y el cura le dimos los Sacramentos».

Bronces antiguos, raras porcelanas, macetas de Pompeya con plantas tropicales, lámparas árabes, persas y romanas, igual una de estas a la célebre di capo danno del Museo Vaticano; bustos, cuadros, estatuas, yelmos, espadas, partesanas y armaduras completas de varias épocas rodeaban cual páginas sueltas de la historia de todos los tiempos el caballete de Currita, que, colocado en luz conveniente, parecía recibir un reflejo de la luz del cielo, que el grandísimo tuno de Celestino Reguera aseguraba ser el mismo, mismísimo que derramaba en otro tiempo el grupo de las nueve musas sobre las frentes de Rafael, Velázquez y el Ticiano.

También era visita de la marquesa el señor don José Celestino de Guzmán, el amigo de su padre... y de él, salvas las debidas distancias. ¡Con qué gusto le vio aparecer allí una noche! ¿Y quién se lo había contado? Porque el señor de Guzmán lo sabía todo, a juzgar por algunas cosas que le dijo entonces, y otras varias que le fue diciendo después.

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