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Actualizado: 16 de mayo de 2025
Pasaba esta escena en el comedor, donde los dos esposos almorzaban en compañía de María Valdivieso, Celestino Reguera y Gorito Sardona, cuya flamante corbata azul indicaba ser aquel día el mico de guardia.
En ella se incluyen los nombres de los infelices voluntarios de Occidente que perecieron, víctimas de la traición más horrible. Celestino Mayor. Alejandro Marín Pagan. Ramón Moya Sotolongo. Eliseo Ramírez. José Llanes. Modesto de Armas Calderón. José René. Secundino Reyes. Abelardo Aragón. N. Saavedra. Domingo Tamayo. Julián Hernández. Antonio Almeida Pérez. Prudencio Céspedes. Felipe Santiago.
Currita, sentada ante una preciosa mesa redonda, cuya tapa era un ónix mexicano, examinaba una gran porción de láminas y dibujos que le presentaba Celestino Reguera, y pasábalos a su vez a Jacobo y a Tonito Cepeda, vago elegantísimo, entendido en caballos como el hijo de Teseo, amateur de todo lo que era arte, y digno por su exquisito gusto de que la patria agradecida le votase una pensión en Cortes, como representante en España del buen tono parisiense.
Otro joven, embozado hasta los ojos en su capa, estaba cerca de aquel grupo y se mantenía inmóvil y callado; pero cuando se trató de las dotes físicas, dio colérico con el pie un golpe en el suelo. No lo dudo, sir John respondió el vizconde. ¡Qué ojos tan árabes! añadió el joven don Celestino Armonía . ¡Qué cintura tan esbelta!
No era ingrato el favorecido; sabía, además, hacer buen uso de los favores; y con todo ello, la estima del favorecedor llegó hasta una buena amistad, como entre iguales: vea usted, señora marquesa, ¡como entre iguales! Y esta buena amistad del padre la continuó el hijo, don José Celestino Guzmán, el actual Condesito.
Celestino Reguera propuso la idea de representar una alegoría de España, en que parejas de damas y caballeros habían de lucir los trajes característicos de las diversas provincias. El proyecto fue desechado por Currita. ¡Jesús, Reguera! dijo ¡Parecería eso un concurso de Geografía!...
Con los ojos dilatados de terror, púsose Lilí a su lado de un salto y levantó entre sus manos la lívida cabecita. Celestino le cogió en sus brazos y llevóselo apresuradamente fuera de la estancia. Quedó Lilí arrodillada en la alfombra, mostrando a su madre sus manitas ensangrentadas, tartamudeando con la opaca vibración de un terror sin medida: ¡Sangre!... Mamá... ¡Sangre!...
Condesa no lo recibe esta tarde, se enojará mucho, y me será difícil convencerla de que no quiero dejar nunca más esta santa morada. Voy por él..., ¡qué niñas éstas! Dejónos solos la Madre Transverberación, y entonces hablé así: Inés mía, estoy vivo, he resucitado. Salí vivo de aquel montón de muertos, donde perdimos para siempre a nuestro buen amigo don Celestino.
El proyecto fue aceptado con desdeñosa condescendencia por parte de Tonito, con sumisión entera por la de Currita, y Celestino Reguera quedó encargado de traer al día siguiente dibujos para el traje de la dama que había de representar la reina blanca, y un soberbio juego de ajedrez, trabajado admirablemente en el Japón, cuyas grandes piezas de marfil podrían ser copiadas en los demás trajes de la cuadrilla.
Un nuevo escándalo, iniciado y meditado en casa de Currita y llevado a efecto a la sombra de esta, y quizá, quizá bajo su protección misma, vino a probar a las personas sensatas que tan peligrosa es la proximidad del vicio, que aun sin estar de él contaminado, se respira en su atmósfera cierta ponzoña que trastorna y extravía, y hace al cabo resbalar y caer... Margarita Belluga, una de las jóvenes que al pisar por primera vez los salones del gran mundo había llamado más la atención por su candor y su pureza, desapareció un día súbitamente de casa de sus padres, para aparecer a poco en Italia, magna parens artium, y refugio insondable de pillos de todas las naciones, casada con Celestino Reguera, el pintorzuelo cómplice de Currita en sus atentados pictóricos, que había conservado siempre la dama a su lado, para alumbrar su corte con los resplandores de un genio, a la manera que Filipo mantenía en la suya a Aristóteles, y Augusto a Virgilio, y Carlos V a Garcilaso, y Luis XIV a Molière.
Palabra del Dia
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