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La ley, que había empezado por ser la expresión de la voluntad del pueblo, acabó por ser nada más que la expresión de la voluntad del príncipe, según la máxima de las Institutas, que sir John Fortescue declaraba en el siglo XV "completamente extraña a los principios de la ley inglesa": quod principe placuit, leges habet vigorem.

El mayor moscón continuó Rafael , con su indefectible desmaña, le dijo que todas cuantas cantantes había oído, sólo la Grisi lo hacía mejor que ella. A lo cual respondió con frialdad: «pues una vez que la Grisi canta mejor que yo, hacéis mal en oírme a en lugar de oírla a ella». En seguida llegó sir John dando la mano y pisando a todo el mundo.

Los naipes se cayeron de las manos de los formales jugadores; el mayor quiso imitar el ejemplo general, y se puso también a palmotear sin ton ni son. Sir John afirmó que aquello era mejor que el God save the Queen. Pero el gran triunfo de la música nacional fue que el entrecejo del general se desarrugó.

Por amor, por devoción a mi hija, concebí un proyecto tan sentimental como descabellado. A fin de realizarle me expuse a la más dura de las humillaciones. Mi efímero amante, el joven Secretario de la Legación inglesa en Río de Janeiro, no era ya Master John, era Sir John. Se había transformado en un señor respetabilísimo de cuyas circunstancias había yo tomado exactos informes.

Algunos balleneros que encontraron aquella especie de salvaje lo trasladaron á su país, preguntándole antes si, por casualidad, había visto al difunto capitán John Ross. Su teniente Parry, que tenía la seguridad de poder pasar, hizo al efecto cuatro esfuerzos desesperados, unas veces por la bahía de Baffin y el Oeste, y otras por el Spitzberg y el Norte.

"Si se nos preguntase cuál es la fe que anima actualmente no sólo al liberalismo político en todo el mundo civilizado, sino también a las masas de hombres y mujeres que no pueden decir a qué escuela pertenecen, la respuesta sería que lo que guía, inspira y sostiene a la democracia moderna, es la convicción del progreso ascendente en los destinos de la humanidad, dice John Morley.

Usted saber, ¿cómo está, John? . Usted saber, ¿tanto tiempo John? . ¡Bueno, pues; Chylee! ¡es lo mismo! Lo comprendí claramente. De-Hinchú deseaba acostarse y se valía de aquella palabra para dar las buenas noches.

Dudaba Lady Clara de que en su precipitada huida hubiese dejado el dinero como él decía; pero, de cualquier manera que fuese, no tenía el derecho de poner en peligro la seguridad de este honrado chino, rehusándolo; así es que exclamó: Está bien, John. Me quedaré con él; pero has de volver a verme. Lady Clara titubeó.

Además... ¡el calor ecuatorial! ¡la asfixia que se apoderaba de ella a ciertas horas de la noche, oprimiendo su pecho, haciendo zumbar sus oídos, desarrollando ante sus ojos cerrados una cinta de visiones inconfesables, interrumpidas al fin por el sueño!... ¡Ah, John! ¡Pobre grandote, cómo deseaba verlo!...

¿Supongo dijo el general que serán veinte mil libras de carbón de piedra? Mi tío dijo Rafael es como los bolsistas, que suben y bajan las rentas a su albedrío. Sir John apostó que subiría a la Giralda a caballo, y ese es el gran objeto que le trae a Sevilla.