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Actualizado: 8 de mayo de 2025
El Manitas, trémulo aún por los recientes peligros, se vio rodeado, empujado, levantado en alto por la ruidosa pillería, y así marchó llevado en triunfo desde la plaza a las Ventas, por el final de la calle de Alcalá, seguido de las miradas curiosas de la gente de los tranvías que cortaban irrespetuosamente la gloriosa manifestación.
El niño, agitando las manitas, gritaba Pepé, Pepé, y aquellos gritos, que Paz oyó clara y distintamente, por lo corto de la distancia que les separaba, la destrozaron el corazón. Engracia, tranquila y con la sonrisa en los labios, seguía levantando el niño, sin señal de tristeza, como era natural que estuviese, no siendo pariente ni amante suyo el que se iba.
Volvió Perico demudado, temblándole las manitas, queriendo sonreír y no pudiendo... La voz le faltaba: no había llegado al parador. ¿A qué correr tras la desdicha, si salía al encuentro la esperanza?... En el camino habíale dicho Martín Romero que él tenía noticias que Juanito estaba mejor, casi bien del todo... ¿Lo ve usted?... ¿Lo ve usted? gritó la madre triunfante.
Currita vio desde la puerta el extremo de un banco desocupado y ante él se arrodilló, haciendo uno de esos garabatitos con que creen ciertas damas santiguarse, cruzando las manitas sobre el respaldo, inclinando la cabeza con mucha devoción y poniéndose a registrar con el rabillo del ojo todo cuanto había y pasaba dentro de la capilla... ¡Prodigio maravilloso de la perspicacia y fuerza comunicativa de la grey femenina!... Cuatro minutos después, no quedaba en el extenso recinto una sola alma más o menos pía que no hubiera atisbado la entrada de Currita, sin que fuese necesario para ello más que alguno que otro suave cuchicheo, alguna que otra disimulada seña, alguno que otro libro devoto o rosario bendito que rodaba por el suelo, para dar ocasión a la dama que lo recogía de lanzar una rápida mirada con el mayor disimulo.
Y el señor Pulido, dando vueltas a sus pulgares, añadió con suavísima sonrisa: ¡Oh, señora condesa!... Si usted quiere, con razón se llamará ese baile la dulce alianza... La dama extendió ambas manitas con gesto de cómico espanto. ¡Ay, no, no, Pulido, por Dios!... ¡Si así se llama la confitería de la Carrera de San Jerónimo!
Envidia, nada más que envidia... señora dijo dirigiéndose a su ama el criado adulador: mis chicos han visto subir el nacimiento y se han emberrenchinado en que les compre muñecos. La dama, sin hacer caso, subió lentamente la escalera y Pepito la siguió en silencio, con la cabecita baja y las manitas a la espalda, sintiendo cosas que no podía comprender, como un filósofo chiquitín.
Y tras las malagueñas sonaron unas sevillanas, y luego todos los cantos andaluces, melancólicos y de oriental ensueño, que doña Sol había recopilado en su memoria, como entusiasta de las cosas de la tierra. Gallardo interrumpía la música con sus exclamaciones, lo mismo que cuando estaba junto al tablado de un café cantante. ¡Vaya por esas manitas de oro! ¡A ver otra!...
El tabernero era hombre formal en sus tratos. Cincuenta céntimos por cabeza, pero con la obligación de gritar todos, hasta ponerse roncos, «¡viva el Manitas!», y llevar en hombros al glorioso novillero apenas saliese del redondel.
El padre marchaba satisfecho, con el garrote bajo el brazo, fingiéndose ajeno a este entusiasmo; pero cuando amainaba el griterío, corría a la cabeza del grupo, olvidando toda prudencia, con la rabia de un comerciante a quien no le dan el género que le corresponde por su dinero. El mismo daba la señal: «¡Viva el Manitas!» Y la ovación reanimábase con fuertes bramidos.
Mari Pepa esparcía en el suelo las colchas y pañolones que habían acopiado en el saqueo y andaban en confuso montón sobre las sillas; Lita escogía y combinaba colores y tamaños, y Pito Salces y yo, encaramados en muebles de la necesaria altura, clavábamos en las paredes, y tan arriba como nos era posible, con tachuelas, con puntas... hasta con clavos «trabaderos» y cuanto habíamos podido haber a las manos en una mechinal de la bodega en que acumulaba Chisco las reservas de esta especie, lo que la diligente y afanada nieta del gigantón de la Castañalera nos iba alargando con sus manitas primorosas, de lo desparramado por el suelo.
Palabra del Dia
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