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¡De maestro, mosiú! gritó el Pescadero . Ese par es de primera. Y el extranjero, conmovido por el aplauso del profesor, respondió con modestia, golpeándose el pecho: hay lo más importante. Corrasón, mocho corrasón. Luego, para festejar su hazaña, se dirigió al paje de Morito, que parecía relamerse adivinando la orden. Que trajesen un frasco de vino.

Yo quedé asombrado, perplejo, sin saber qué contestar. El Morito me sacó del apuro, porque se acercó a decirme que venía alguien por la acera. Pasó el transeúnte y seguimos hablando Dolores y yo. Al día siguiente me esperaría en una casa próxima, que tenía una puerta a otra calle, por donde yo entraría. Se cerró la persiana, le avisé al Morito que nos íbamos y me fuí a la fonda.

Chocaron los vasos del vino por la gloria del nuevo torero. Hasta Morito tomó parte en la fiesta, bebiendo en su nombre el granuja que le servía de aya. Antes de dos meses, mosiú dijo el Pescadero con su gravedad andaluza , está usté clavando banderillas en la plaza de Madrí como el mismísimo Dió, y se yeva usté toas las parmas, y too er dinero, y toas las mujeres... con permiso de su señora.

El Morito era muy partidario mío. Un barco es un pequeño mundo aparte, donde las simpatías y las antipatías se establecen rápidamente, y el Morito era joven y había simpatizado conmigo. Este muchacho solía estar con frecuencia en una tienda de montañés de cerca de la Puerta del Mar. Fuí a buscarle, le encontré, le di el encargo de llevar la carta a Dolores, y después le dije que volviera por .

Me veré obligada a darte un par de mojicones... Ha, morito, come y aliméntate, que ya se tratará lo del casorio. ¿Piensas que voy yo a tomar un marido seco al sol, y que se va quedando como un pergamino?». Con estas y otras razones logró convencerle, y al fin el desdichado dejó de hacer ascos a la comida. Empezando con repulgos, acabó por devorar con voracidad.

Jamás toro de ganadería famosa pudo compararse en inteligencia con este Morito, bestia inmortal banderilleada y estoqueada miles de veces, sin sufrir otras heridas que las insignificantes que le curaba el carpintero. Parecía tan sabio como los hombres. Al llegar junto al alumno, cambió de dirección para no tocarle con los cuernos, alejándose con los palos clavados en su cuello de corcho.

El niño me da tanta compasión.... Allí se cría como un morito.... ¿Se comprende que haya padres tan sin entrañas?

Se me ocurrieron dos cosas: una, la prudente, el ir a ver a don Ciriaco y pedirle consejo; otra, la que más halagaba mi vanidad, escribir diciendo que acudiría a la cita. Me decidí por lo último. Había entre los marineros de la Bella Vizcaína un chico de Cádiz, a quien llamaban el Morito, porque había estado en Tánger y solía llevar con frecuencia un fez rojo en la cabeza.

Yo de Cebolla, en tierra de Talavera... y dime una cosa: ¿por qué esta gorrinaza de Pedrilla te llama a ti Jai? ¿Cuál es tu nombre en tu religión y en tu tierra cochina, con perdón? Llamarle mi Jai porque ser morito él dijo la trágica remedando su habla.

Y como el morito, acometido de violentísimas picazones en brazos y pecho, hiciera garras de sus dedos para rascarse con gana, la ribeteadora se acercó para mirarle los brazos, que había desnudado de la manga. «Lo que tiene este hombre dijo con espanto es lepra... ¡Jesús, qué lepra, seña Benina!