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Nada de banderillas ni de pasar años en una cuadrilla sometido al despotismo de un maestro. Matar toros desde el principio; pisar la arena de las plazas como espada. La desgracia del pobre Chiripa dábale cierto ascendiente sobre sus compañeros y formó cuadrilla, una cuadrilla de desarrapados que marcharon tras él a las capeas de los pueblos.

Los pueblos de la provincia celebraban las fiestas del santo patrón con capeas de toros corridos, y allá marchaban los pequeños toreros, con la esperanza de poder decir a la vuelta que habían tendido el capote en las plazas gloriosas de Aznalcollar, Bullullos o Mairena.

Limpiamos a la Virgen, emprendemos el camino de Madrid y llegamos al amanecer; el Tato conoce allí mucha gente de la que va a las capeas: nos ocultamos algún tiempo, y después, , que sabes el mundo, nos guiarás. Iremos a América, venderemos la pedrería, y seremos ricos. ¡Alza, Gabriel! Vamos a despojar al ídolo, como dices. ¡Luego es un robo lo que me proponéis! exclamó Luna, alarmado.

Asustados de su audacia y viendo cada vez más lejano el término de la excursión, emprendieron el regreso a Sevilla lo mismo que habían venido; pero desde entonces tomaron gusto a los viajes a escondidas en el ferrocarril. Dirigíanse a pueblos de poca importancia en las diversas provincias andaluzas cuando oían vagas noticias de fiestas con sus correspondientes capeas.

Al mes siguiente, este doctorado tauromáquico era refrendado en la plaza de Madrid, donde otro maestro no menos célebre volvió a darle la alternativa en una corrida de toros de Miura. Ya no era novillero; era matador, y su nombre figuraba al lado de viejos espadas a los que había admirado como dioses inabordables cuando iba por los pueblecillos tomando parte en las capeas.

Después hirvió en un puchero un puñado de anilina roja comprada en una droguería, y sumió en este tinte el viejo lienzo. Juanillo admiró su obra. ¡Un capote del más vivo escarlata, que iba a despertar muchas envidias en las capeas de los pueblos!... Sólo faltaba que se secase, y lo puso al sol entre las ropas blancas de las vecinas.

Hacía algunos años que acompañaba al diestro en todas sus correrías como «mozo de estoques». Había comenzado en Sevilla toreando en las capeas al mismo tiempo que Gallardo; pero los malos golpes estaban reservados para él, así como los adelantos y la gloria para su compañero.

Era un buen muchacho, que había seguido su carrera sin hacer daño a nadie. Apenas si se había peleado con los camaradas de las capeas cuando se quedaban con los cuartos por ser más fuertes. Unas cuantas bofetadas en ciertas disputas con los compañeros de profesión; un botellazo en un café: estas eran todas sus hazañas. Le inspiraba un respeto invencible la vida de las personas.

Un día, en Lebrija, al salir a la plaza un torito vivaracho, sus compañeros le habían empujado a la suerte suprema. «¿Te atreves a meterle la mano?...» Y él le metió la mano. Después, enardecido por la facilidad con que había salido del trance, acudió a todas las capeas en las que se anunciaba novillo de muerte y a todos los cortijos donde se lidiaban y mataban reses.

La edá, doctó contestó el espada con cierta melancolía . Nos hacemos viejos. Cuando yo peleaba con los toros y con el hambre no necesitaba de esto, y tenía pies de hierro en las capeas.