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Actualizado: 2 de septiembre de 2024
Llevó piedras, como siempre, de la orilla del mar á la escollera, y vigiló el hervor de su caldero para no verse robado como en la noche que le visitó Popito. Conocía ahora á los hombres bigotudos, que parecían ejercer sobre sus camaradas la superioridad arrogante y cruel del matón. Con uno de ellos, el más alto y musculoso, se permitió una broma digna de su fuerza.
No tardamos en recorrer como camaradas, los teatros y las galerías más célebres del continente, y nuestra conversación, cuando dejamos la mesa, era tan animada, que mi interlocutora para no romper su curso, tomó mi brazo, sin pensarlo.
Permanecieron en un estado de dolorosa indecisión, fluctuando entre la espera prudente ó la loca aventura de atacar á unos enemigos cuyo número exacto ignoraban. No tardó Watson en saber dónde se habían ocultado los otros dos camaradas del gaucho. Sonaron lejanos los furiosos ladridos de varios perros.
Otra vez vio al Cantó con su cabeza entrapajada, en el mismo sitio, rodeado de amigos, a los que hablaba con violentas gesticulaciones. Al reconocer al señor de la torre, antes de que sus camaradas pudieran sujetarle, se agachó, y agarrando dos piedras en los endurecidos surcos, arrojólas contra aquél.
Ya no le llamarían «borrego». Amaba más a los explotadores que a sus camaradas de miseria. La desgracia, siempre ciega, había visto claro esta vez al castigarle por medio de la codicia de aquellos a quienes él defendía. ¡Pobrecillo! De todos modos, era uno de los suyos: una víctima más, por la que había que protestar. Maltrana dejó de ver al señor José.
Desde el momento que llega rodando una pelotilla, abre las dos alas y se pone a gritar como un poseído después, disputando a derecha e izquierda con los otros, procura hacer salir a aletazos la bolita del campo de batalla para tomar posesión de ella, con toda comodidad, mientras sus camaradas cambian todavía entre ellos furiosos picotazos.
Otros, más serios, mostraban en su gesto el noble disgusto de los que temen presenciar una mala acción inevitable. El Ferrer permanecía impasible en uno de los rincones más apartados, buscando empequeñecerse, pasar inadvertido entre los camaradas.
Estimado por su coronel y por sus oficiales, había ya ascendido dos veces seguidas con una rapidez insólita en el servicio, pero sin que despertase la menor envidia en sus camaradas, que hacían sincera justicia a sus condiciones. En fin, la mayor parte de sus superiores se habían acostumbrado por anticipado a mirarle como a un igual.
En tanto que las damas del castillo esto pasaban con don Quijote, el cura y el barbero se despidieron de don Fernando y sus camaradas, y del capitán y de su hermano y todas aquellas contentas señoras, especialmente de Dorotea y Luscinda.
No, no hay que volver a empezar en ese tono dijo con una risa en la cual se notaba algo de enfado. Tratemos de ser buenos camaradas por media hora, ¿quieres? Su ingenua franqueza me agradó: dije que sí. Cuando nuestros caballos pasaron el portón, Marta estaba en la ventana de la cocina y nos hizo señas con su delantal blanco.
Palabra del Dia
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