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A los nueve años era Paula una espiga tostada por el sol, larga y seca; ya no se reía: pellizcaba a las amigas con mucha fuerza, trabajaba mucho y escondía cuartos en un agujero del corral. La codicia la hizo mujer antes de tiempo; tenía una seriedad prematura, un juicio firme y frío. Hablaba poco y miraba mucho.

La marinería era completamente patibularia; quitando los vascos, que iban al lado del capitán por codicia, campesinos en su mayoría, y otros dos o tres, los demás eran una colección de borrachos, de ladrones, de presidiarios, lo peor de lo peor, el detritus de los puertos de las cinco partes del mundo. Los vascos, no. Estos eran casi buenas personas.

Ya no le llamarían «borrego». Amaba más a los explotadores que a sus camaradas de miseria. La desgracia, siempre ciega, había visto claro esta vez al castigarle por medio de la codicia de aquellos a quienes él defendía. ¡Pobrecillo! De todos modos, era uno de los suyos: una víctima más, por la que había que protestar. Maltrana dejó de ver al señor José.

España estaba entregada enteramente á la codicia de los estranjeros, i ellos en las mercaderías eran quienes ponian á su albedrío la lei.

Este adivinó los pensamientos de la abuela. ¡Alma endurecida por la codicia! ¿Y su tesoro? ¿Iba a abandonarle fingiéndose pobre, cuando todos los de la busca hablaban de su riqueza?... La Mariposa rió con una expresión de bruja burlona. ¡Mi tesoro! ¡Ya salió mi tesoro! ¿También vienes por él?... Te han engañado, Isidrín; mil veces te lo he dicho.

Un hombre salva á su patria, por un sentimiento de vanidad, ó con un fin de ambicion ó de codicia: su accion salvadora, no es mirada como un acto virtuoso.

Después que la tía Quica depositó majestuosamente sobre la mesa sus regalos, la señora, como compensación, metió en su cesta la media docena de pasteles que Miss había aplastado en su caída, y además le dio un duro, no sin antes luchar con la labradora, que juraba y perjuraba que nada quería, mientras en sus ojos brillaba la codicia.

No temía que las intrigas del Cabildo pudiesen gran cosa contra el prestigio de su Fermín, que era el instrumento de que ella, doña Paula, se valía para estrujar el Obispado. Fermín era la ambición, el ansia de dominar; su madre la codicia, el ansia de poseer.

Íbamos holgando por el camino mucho. Yo, acaso, comencé a representar un pedazo de la comedia de San Alejo, que me acordaba de cuando muchacho, y representélo de suerte que les di codicia. Y sabiendo, por lo que yo le dije a mi amigo que iba en la compañía, mis desgracias y descomodidades, díjome que si quería entrar en la danza con ellos.

¡Ah, tantos años sin encontrar la verdad! ¡Pero ahora, al menos, la veía ante sus ojos como escrita en letras de fuego sobre el muro: librarse cuanto antes de la pesadumbre de la riqueza, ir en pos de la quietud, de la humildad, del escondrijo espiritual, lejos de la intriga mundana, lejos de los rostros crispados por la codicia y el odio, y dirigir todas las potencias del alma hacia el supremo objetivo de la salvación!