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Se habían prometido pasear juntos en alguna noche así; pero Zoraida lo impidió siempre y hasta hizo frases irónicas, delante de los tíos, sobre el romanticismo de los chicos que todavía no saben pizca de amor. Laura le seguía suplicando y le juraba, por la memoria de nuestra madre, que él era bueno, que ni por la imaginación se le ocurría una mala idea.

Contestaba a las cartas de su apoderado y de Carmen con breves epístolas de letra trabajosa que revelaban su firme voluntad. ¿Retirarse? ¡Nunca! Estaba resuelto a ser el de siempre, se lo juraba a don José. Seguiría sus consejos. «¡Zas! estocada, y el bicho en el bolsilloSe le ensanchaba el ánimo, y en esta amplitud sentíase capaz de guardar todos los toros, por grandes que fuesen.

Cuando juraba ser fiel con los más solemnes juramentos, poniendo por testigos el amor y la vida, nunca estaba seguro de decir verdad. Sentía la sospecha de que al día siguiente una blancura entrevista, un revoloteo de faldas, lo armonioso de una línea, el ritmo de un paso, la simple novedad de lo ignorado, podían hacerle correr fuera de su camino lo mismo que una bestia en celo.

Rodney juraba que había sido testigo de todo esto; y era tanto más creíble cuanto que agregaba que la cosa había sucedido el mismo día en que había ido a cazar topos en la sierra del squire Gass, allá cerca del viejo foso de los aserradores.

Y aunque yo juraba no lo hacer con malicia, sino por no hallar mejor camino, no me aprovechaba ni me creía más; tal era el sentido y el grandísimo entendimiento del traidor. Y porque vea vuestra merced a cuánto se extendía el ingenio deste astuto ciego, contaré un caso de muchos que con él me acaescieron, en el cual me paresce dió bien a entender su gran astucia.

Ana, al oír aquello, cerraba los ojos para contener el llanto, y se juraba en silencio consagrarse a procurar la felicidad de aquel hombre a quien tanto debía, que tan grande se le mostraba, que prefería vivir cerca de ella para guiarla en el camino de la virtud, a ser obispo, cardenal, pontífice. «¡Y le calumniaban! ¡Y tenía enemigos! ¡Y había habido tiempo en que querían ponerle en ridículo, por que ella, Anita, seguía entregada a las vanidades del mundo, a pesar de ser hija de confesión de don Fermín! ¡Oh, ya verían, ya verían en adelante!».

Luego ya no silbaron más piedras. Algunos amigos del Cantó se lo llevaban casi a rastras en la obscuridad. Oyéronse sus gritos a lo lejos: profería amenazas, juraba vengarse... «¡Mataría al forastero! ¡

El tuno de Simón llevaba del brazo á dos robustas muchachas, á las que juraba amor eterno, y entre las últimas filas descollaba la elevada estatura de Tristán, en cuyo ancho hombro se sentaba una chicuela pescadora de quince abriles, que un tanto asustada asía con ambas manos el casco del gigante.

Yo no niego las leyes: lo que digo es que éstas no resuelven las dificultades dentro de las cuales estamos condenados a movernos; las agitan y nada más. Y aunque hubiera estado legalmente unida a ese hombre... ¿Usted habría tenido el derecho de seducirla, de quitársela? ¿Podía ella haber faltado a su palabra? No se puede jurar un amor eterno... ¿Y usted se lo juraba a ella?

Juraba no volver más; empleaba una larga noche de insomnio en maldecir al autor de su suplicio, y al día siguiente corría a casa de su verdugo con una impaciencia senil. Toda su inteligencia, toda su voluntad, todos sus vicios se habían absorbido y confundido en aquella pasión única. No era ya ni marido, ni padre, ni hombre, ni caballero; era sencillamente el juguete de la señora Chermidy.