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Actualizado: 16 de septiembre de 2024
Aquellos condenados nos llevaron a Inglaterra, no como presos, sino como detenidos; pero carta va, carta viene entre Londres y Madrid, lo cierto es que se quedaron con el dinero, y me parece que cuando a mí me nazca otra pierna, entonces el Rey de España les verá la punta del pelo a los cinco millones de pesos. ¡Pobre hombre!... ¿y entonces perdiste la pata? le dijo compasivamente Doña Francisca.
Embustera dijo Francisca a la sordina, mientras yo me mordía los labios para no reír. ¡Ah! gimió la de Dumais, nuestras pobres hijas no podrán decir otro tanto... Lo diremos de todos modos, mamá. A cuarenta años de distancia se dicen siempre esas cosas aunque sean inexactas exclamó Francisca sin poder contener su maldita lengua.
El doctor Juan de Vega, nativo de Cataluña y recién llegado al Perú, en calidad de médico de la casa del virrey, era una de las lumbreras de la ciencia que enseña a matar por medio de un récipe. ¿Y bien, don Juan? le interrogó el virrey, más con la mirada que con la palabra. Señor, no hay esperanza. Sólo un milagro puede salvar a doña Francisca. Y don Juan se retiró con aire compungido.
Mi comercio de la calle del Pez se hizo agua una noche para sacarle de la cárcel, cuando aquel feo negocio de los billetes de lotería. La cacharrería de la calle de la Torrecilla se resquebrajó después, y pieza por pieza se la fueron tragando el médico y el boticario, cuando cayó Francisca en la cama con la enfermedad que se la llevó.
Creo, palabra de honor, que no pienso ya más que en el señor Baltet... Llevo la necedad hasta poner su carta debajo de mi almohada... Es un colmo y un colmo estúpido, como diría Francisca. ¿Qué necesidad tengo de la carta del señor Baltet para dormir?... ¿Estaré enferma?
Qué le hemos de hacer dije con cierta indiferencia; no querrás reformar las costumbres y las ideas de las pequeñas poblaciones... Sí que querría replicó Francisca exaltada. Es insoportable vivir aquí... Y esas historias sin fin sobre el prójimo, y esa malevolencia universal... ¡Qué horror! Cálmate, Francisca le dije al besarla para despedirme.
Además, yo tengo respeto a la familia y no quiero condenar a mi pobre mamá a andar errante por toda la eternidad, como en otro tiempo. Los gemidos de mamá son extremadamente penosos. Debieras estar acostumbrada sin embargo, Francisca. No pareces satisfecha más que cuando gime tu madre. A mi pobre mamá le gusta eso.
Ello es que a poco de llegar Antonio y Polidura a la casa de Doña Francisca, entró Frasquito muy alborotado, el rostro encendido, brillantes los ojos, y con gran sorpresa y consternación de las señoras, empezó a soltar de su boca, un poco torcida, atroces disparates.
D. Romualdo dijo Doña Francisca enteramente trastornada ya , que no crea nada de eso; que no haga ningún caso de las Beninas figuradas que puedan salir por ahí, y se atenga a la propia y legítima Nina; a la que va de asistenta a su casa de usted todas las mañanas, recibiendo allí tantos beneficios, como los he recibido yo por conducto de ella.
Yo conozco estos versos, pero no recuerdo el nombre del autor... Venga usted al socorro de mi memoria infiel, Francisca. Esos versos son de uno de mis autores favoritos parodió Francisca. Son de Ronsard... ¡De Ronsard! exclamó la Roubinet sofocada. Sí, señorita terminó Francisca, rabie usted... Usted no nos ha dado más que Laprade... Y repitió con una mueca desdeñosa: Laprade...
Palabra del Dia
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