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Un comerciante grueso y colorado que ocupaba él solo la tercera parte de la plataforma se estrechó de pronto, se hizo pequeñísimo y volvió la cabeza. Un hortera, debajo de cuyo gabán se veía un delantal blanco, miró a Krilov con ojos de conejo asustado, y, empujando a la muchacha, saltó del tranvía y desapareció entre la multitud.

Resultaba no qué irónica armonía de la conjunción aquella de los dos nobles, oriundo el uno del gran Alba, y el otro sucesor de D. Pascual Muñoz, dignísimo ferretero de la calle de Tintoreros. Por otro lado nos encontramos con Samaniego, que era casi un hortera, muy cerca de Ruiz-Ochoa, o sea la alta banca.

A ellas les solía parecer bien un piropo de un estudiante o de un hortera; pero la indignación fingida era mayor cuando un levita se propasaba y siempre acompañaba a la protesta del pudor el sarcasmo. Aquellas jóvenes, que no siempre estaban seguras de cenar al volver a casa, insultaban al transeúnte que las llamaba hermosas, suponiendo que el futraque tenía carpanta, o sea hambre.

Del vientre de todas ellas colgaba un cartel con la cifra del precio. Feliciana había escogido un traje azul con adornos negros, «última moda venida de París», según declaración formal del hortera. Con él y una mantilla modesta, la muchacha parecía otra. Hasta ocultaba con guantes aquellas manos que eran su orgullo en el barrio de las Carolinas.

Gabriel, tienes ingenio, y Dios ha querido que recobres tu preciosa vida para que desbarates los inicuos planes de ese monstruo abominable y devuelvas a la niña su anhelada libertad, así como a la paz del alma, que he perdido quizás para siempre. Así habló el afligido hortera, y oyéndole no pude menos de compadecerle por los tormentos de su alma, tan apasionada como inocente.

Y ha de saber usted que no me lo esperaba yo; creí que la señorita sería más dura de pelar; pero desengáñese usted..., pa ver picardías no hay más que servir a las amas. Crea usted que nosotras nos vamos con un hortera o un soldao; pero lo que es las señoras, en viendo cabayeros... como si no fueran tales señoras. Tienes razón.

De algún tiempo acá, Paquito de Asís andaba con unas enredosas monsergas del yo, el no yo, el otro y el de más allá, que sacaban de quicio al buen D. Francisco. Este le dijo, en resumidas cuentas, que si no echaba de su cabeza aquellas filosofías, le iba a quitar de la Universidad y a ponerle de hortera en una tienda. Trascurrió toda la mañana, y cansados de esperar a Rosalía, almorzaron.

La historia que Estupiñá sabía estaba escrita en los balcones. La biografía mercantil de este hombre es tan curiosa como sencilla. Era muy joven cuando entró de hortera en casa de Arnaiz, y allí sirvió muchos años, siempre bien quisto del principal por su honradez acrisolada y el grandísimo interés con que miraba todo lo concerniente al establecimiento.

Y como ni la casada ni la soltera, ni con sonrisas, ni con miradas, ni recibiendo de dulce modo indescriptible, aunque inequívoco, las miradas y las sonrisas de él, habían dado motivo a que él considerase que la una o la otra, o ambas, estaban ya, predispuestas a recibir la carta, creía una absurda temeridad escribirles: lo miraba como un acto de delirio estudiantil, como un arrebato de hortera o de mozo de café, que en un Conde tan discreto, atildado y hábil como él; que en un hombre de mundo, conocido en todos los salones de Europa, casi no tenía perdón ni disculpa.

Después que recobró el conocimiento dijo los motivos que había tenido para arrojarse al estanque. Debía tres duros al joven que le perseguía; no podía pagárselos, y aquél, enfurecido, salió de la tienda para pegarle. En parte por miedo y en parte por desesperación había querido matarse. El hortera, a quien los guardas del Retiro habían detenido, no negó lo que su deudor decía.