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Puso rápidamente las cartas al borde de una mesita, caminó hacia la puerta de la sala y aguardó que alguien llegase. Muñoz, ahogando los sollozos, se cubría la cara con las manos. ¡Ah, qué tontería desagradable! murmuró Adriana; y para que la escena no se prolongase, llamó gritando a su hermana menor: ¡Raquel! ¡Raquel! ¡Muñoz te quiere hablar!

El retrato de doña Inés Muñoz de Ribera se encuentra aún en el presbiterio de la iglesia, y sobre su sepulcro se lee: Este cielo animado en breve esfera depósito es de un sol que en él reposa, el sol de la gran madre y generosa doña Inés de Muñoz y de Ribera. Fué de Ana-Cuenca encomendera, de don Antonio de Ribera esposa, de aquel que tremoló con mano airosa del Alférez Real la real bandera.

Sin embargo, lejos de preocuparla que éste se hubiera marchado, sólo experimentó contra él un sentimiento de fastidio. Charito la llamó, consternada. Acababa de advertir, sospechando el motivo, la retirada de Muñoz. Era su amiga de confianza y profesaba por él un sentimiento que ella no hubiera podido definir: mezcla de cariño fraternal, de instintiva simpatía y de admiración.

¡Adriana! exclamó una de ellas, necesitamos una pareja más, vengan los dos. Ella se levantó, y con expresión seria: Tal vez en el fondo lo quiero muchísimo, Muñoz; escucharé todo lo que quiera decirme, pero ahora no podría dejar de bailar y divertirme, la tristeza me ahogaría. Y salió envuelta en el torbellino de las muchachas.

Muñoz y Pabón fundados elogios, le califican de discípulo y de imitador o continuador de Fernán-Caballero.

Pero ahora, te lo juro, ¡yo mataría, con puñal, como un hombre del pueblo! Julio, saliendo de su tranquilidad, repentinamente, puso una mano sobre la muñeca de Muñoz y se la oprimió con un movimiento nervioso: ¿Estás seguro, en todo caso le interrogó de que le tienes verdadero amor? No, no me mires como si te preguntara algo desatinado.

Señor guarde y acreciente en su sto servicio de Valencia A XX de Octubre de 1575En ambos costados de la Sala están los patronos de las parroquias, los retratos de D. Raymundo de Castrocol, Obispo de Zaragoza, que en 1217 concordó sobre décimas con el Ayuntamiento y Capítulo eclesiástico de Teruel. El de D. Pedro el IV. El de D. Alonso II y el del Sr. D. Gil Sanchez Muñoz. Capítulo VII.

Sufro mucho, daría no qué si pudiera borrar las perversidades que tuve con usted. ¡Dios mío! Si siempre hubiese sido leal... Porque yo, ahora, quiero a otro. Se detuvo bruscamente, desolada, arrepentida de aquella confesión a que la había arrastrado un ardiente deseo de sinceridad. Muñoz palideció de nuevo, la mirada llena de espanto. Hubo un silencio largo.

Su galantería solícita la hería como una ofensa, la idea de que era su marido se le hizo insoportable. Iba la ceremonia a celebrarse, según sus deseos, en la casa misma. No hubiera tenido valor para casarse con Muñoz en una iglesia.

Desde los misteriosos cuartitos de la Fonda de la Castellana, nidos poéticos de las mañanas de Abril y Mayo, hasta los ahumados chamizos de Maravillas y Tribulete; desde la elegante victoria de Muñoz, hasta la histórica calesa; desde los aristocráticos bastidores del teatro de Oriente, hasta las desgarradas bambalinas de Capellanes; todo le era familiar, todo conocido.