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Y salieron a la calle llevando por delante a los niños, los cuales iban brincando como cervatillos por la acera. ¡Eh chis chis! gritó el boticario llamándolos. ¿En qué calle vivís? En la calle del Tribulete contestó el mayor. ¿Qué número? Los chicos se miraron uno a otro con sorpresa y quedaron silenciosos. ¿No lo sabéis? Está bien. ¿Pero sabréis ir a casa? ¡Ah, señor!

En la esquina de la calle del Tribulete despidieron el coche; los chicos sin vacilar fueron derechos a la puerta de una casa vieja y sucia; el mayor se volvió de espaldas y dio con los tacones de sus zapatos rotos algunos golpes; al poco rato abrió una vieja, que dejó escapar al verlos un gruñido nada pacífico; pero su mal humor se convirtió en sorpresa al observar que Hojeda y Miguel atravesaban el portal y seguían a los muchachos; éstos subían decididos la escalera, como hormigas que entran en su guarida; Miguel sacó un fósforo, porque la vieja portera se había retirado con la luz.

Bueno: ahí en la esquina tomaremos un coche, ¿no le parece a V., D. Facundo? manifestó Miguel. Cómo quieras, Miguelito. Tomaron un simón en la plaza de Santa Ana, dando orden al cochero de que parase en la esquina de la calle del Tribulete. Los chicos, que se habían sentado en la bigotera de la berlina, iban tan sorprendidos y gozosos, que costó gran trabajo hacerles contestar a ciertas preguntas.

Desde los misteriosos cuartitos de la Fonda de la Castellana, nidos poéticos de las mañanas de Abril y Mayo, hasta los ahumados chamizos de Maravillas y Tribulete; desde la elegante victoria de Muñoz, hasta la histórica calesa; desde los aristocráticos bastidores del teatro de Oriente, hasta las desgarradas bambalinas de Capellanes; todo le era familiar, todo conocido.