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Zaratustra y la señora Eusebia le escucharon silenciosos, pero sin participar de su emoción. ¿Conque la chica del Mosco había muerto? ¡Todo sea por Dios!... Y el par de vejestorios replegábase en su egoísmo, sintiéndose más fuerte, más feliz, con la satisfacción de conservar su existencia, mientras la muerte ensañábase con la juventud.

Los pobres niños, criados quizá con gran rigor, permanecieron inmóviles y silenciosos como los ángeles que pintan a los pies de la Virgen.

Rubín e Izquierdo estaban sentados en el sofá de la sala, ambos silenciosos, Fortunata llamó a Ballester y a Platón para contarles lo que había hecho, y en tanto Guillermina se fue a sentar junto a Maximiliano, insinuándose con él por medio de una sonrisa de benignidad.

Los dos se tenían miedo. Los dos bajaron silenciosos, pensando en la liga de Petra. Antes de llegar a la huerta se encontraron con Pepe el casero que los llamó de lejos, entre los árboles. Don Víctor, don Víctor... eh, don Víctor... por aquí. ¿Qué pasa? ¿Han parecido? ¿Alguna desgracia?

Al examinar las muchas estátuas que siembran estos silenciosos lugares, he notado que la demasiada asistencia, el demasiado esmero y el excesivo aliño de que aquí son objeto todas las cosas, quitan á las concepciones artísticas el encanto del arte, el aura indefinible y deliciosa que lo rodea en otros países.

Hay graneros oscuros, sosegados, silenciosos, con largas filas de alhorines hechos de delgadas citaras. Hay un tinajero para el aceite con veinte panzudas tinajas, cubiertas con tapaderas de pino, enjalbegadas de ceniza. Hay una gran bodega, con sus cubos, sus prensas, sus conos, sus largas ringleras de toneles. Hay una almazara, con su alfarje de molón cónico, y su ancha zafa, y su tolva.

El lago estaba en aquellos momentos absolutamente desierto, y nosotros, á pesar de los aires nacionales que silbaba de tiempo en tiempo el humilde batelero, íbamos completamente entregados á la suprema delicia de la contemplacion de la naturaleza, á cuyo poema se mezclaban los silenciosos himnos del amor y los recuerdos de la patria, esa dulce querida que no tiene sexo para sus adoradores.

Cuando llegó a su casa y Visanteta le abrió la puerta, no pudo contener un gesto de asombro al ver que el salón estaba iluminado. Entró. Allí estaban su familia y la del señor Cuadros, pero todos silenciosos, ceñudos, con la cabeza inclinada, como si en la vecina alcoba hubiese un muerto al que velaban.

Y Verdú y Azorín permanecen silenciosos también, conmovidos, ante esta fruslería que es una tragedia para este pobre viejo. Esta noche el pobre Sarrió está muy ocupado; se encuentra metido en su despacho, bajo la lámpara que pone en su cabeza vivos reflejos, ante un libro que lee y relee con visibles muestras de un interés profundo.

Los murciélagos revuelan calladamente; brillan las luces en el pueblo. Entonces el viejo más viejo da dos golpes en el suelo con el cayado, y se levanta. ¿Se marcha usted? ; ya es tarde. Entonces nos marcharemos todos. Y todos se levantan de sus piedras blancas y se van al pueblo, un poco encorvados, silenciosos. Yo le daré a usted un libro dice el clérigo que le dejará convencido.