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¡Qué calor, qué calor! exclama Orsi cuando acaba . Azorín a ver, un poquito de cognac... Son las doce. El salón está casi vacío. Diminutas mariposas giran en torno a las lámparas; por los grandes balcones abiertos entra como una calma densa y profunda que se exhala del pueblo dormido, de la oscuridad que en la calle silenciosa ahoga los anchos cuadros de luz de las ventanas.

Y Sarrió contesta: No lo yo a punto fijo, pero era un gran personaje de entonces. Lo que recuerdo es que iba todo afeitado. Vuelven a callar. Y Azorín se acerca la copa a los labios y piensa que en la vida no hay nada grande ni pequeño, puesto que un grano de arena puede ser para un hombre sencillo una montaña. Verdú está cada vez más débil y achacoso.

La carta de Verdú es como sigue: «Querido Azorín: Después de acostarme y levantarme veinte veces, da la una de la madrugada y no puedo estar en la cama ni fuera de ella; y no tengo más remedio, para luchar con el mal, que escribir; pero ¡ay! que no puedo ya. »Mi situación, Antonio, es horrible.

Cuando ha terminado de tocar el pianista, él y Azorín han hablado de otras pocas cosas indiferentes, y luego Azorín se ha retirado. ¿Dónde está el escándalo? preguntará el lector. El escándalo está en que en esta casa se haya tocado el piano.

Entonces Azorín, que sabe que los músculos son los primeros en morir y que cuando ha muerto el corazón y han muerto los pulmones todavía los sentidos perciben en aterradora inmovilidad; entonces Azorín se ha inclinado sobre Verdú y ha pronunciado con voz lenta y sonora: ¡Maestro, maestro; si me oyes aún, yo te deseo la paz!

Y Azorín estaba tomando tranquilamente un refresco cuando ha visto que estos obreros se le acercaban y decían: Señor Azorín, nosotros le conocemos a usted... y desearíamos que nos dijese cuatro palabras. ¿Estos hombres quieren que Azorín les diga cuatro palabras? ¡Azorín, orador! Esto es enorme. Azorín ha protestado cortésmente; los obreros han insistido con no menos cortesía.

El viejo deja el bastón y se pone a arreglar la escena. Cuando está subido en una escalera vienen a llamarlo porque un actor necesita saber si se ha de poner bigote o ha de salir todo afeitado. Entonces el viejo que ha visto Azorín allí cerca le llama y le dice: Azorín, haga usted el favor de sostener esto mientras yo voy un momento a ver lo que quieren.

Y Verdú y Azorín permanecen silenciosos también, conmovidos, ante esta fruslería que es una tragedia para este pobre viejo. Esta noche el pobre Sarrió está muy ocupado; se encuentra metido en su despacho, bajo la lámpara que pone en su cabeza vivos reflejos, ante un libro que lee y relee con visibles muestras de un interés profundo.

Hoy, en Alicante, cuando Azorín y Sarrió paseaban bajo las palmeras, frente al mar, se ha parado ante ellos un señor moreno y enjuto, de ancha perilla cana. Luego se ha dirigido a Azorín y le ha estrechado la mano con un apretón seco y nervioso. Yo quién es usted le decía y quiero tener el gusto de saludarle. Es usted uno de los hombres del porvenir... Azorín ha querido saber su nombre.

Y Azorín, ya recogido, tras los cristales, oye a lo lejos la melodía lenta y triste del piano. Hace dos días ha llegado a Petrel un señor que representa a unos miles de hombres, que viven aquí, ante otros pocos hombres que se reúnen en Madrid. Estos hombres se juntan en un ameno sitio llamado Congreso. En este sitio hablan, pero de pie, inmóviles. No son peripatéticos.