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Y había amado un poco a todas las mujeres que de él traían algún inconfundible signo, en el óvalo suave, en la sombra de una mirada serena, en la gracia de una actitud o en la ligera armonía del andar. Recordó la noche en que se explayara acerca de este tema, en una salita del Jockey Club, con Ricardo Muñoz.

Entonces se abrazaron con abandono, y ella apoyando la mejilla en la cara de Julio, sólo sentía un deseo dulce de morir. En ese momento acudieron precipitadamente Zoraida y Carmen. ¡Ha venido un hombre, no sabemos quién es! El desconocido visitante estaba en el vestíbulo. La sirvienta, que no había podido detenerle, trajo la tarjeta. Leyeron el nombre: "Ricardo Muñoz".

Hubo que buscar a otro sacerdote, porque se negó rotundamente a consagrar la unión el que la primera vez viniera en balde. Muñoz ni siquiera pidió cuenta a su mujer de la huida a casa de las Aliaga. Y comprendió, ahora, aquellas palabras de Julio que tanto le habían intrigado: "La parte de la tierra ha de corresponderte a ti".

Precisamente por eso y porque Julio, en realidad, no es mi "novio". Hay entre nosotros algo demasiado fuera de los sentimientos comunes para que pueda presentarse en casa y sustituir en su papel a Muñoz. El presente que vivimos es conforme a mi corazón. Pronto te desilusionarás, porque te enamoras con la misma facilidad de Lucía, le replicó Charito. Pudieron verse así con más frecuencia.

, y al marqués lo que le tiene con el alma en un hilo es que se levante la masa obrera. Volvió Jacinta al comedor, y el último cuento que trajo fue este: «Chico, si estás allí te mueres de risa. ¡Pobre Muñoz! El otro se ha rehecho y le está soltando unos primores... Figúrate.

Pepe Samaniego apareció en la puerta a punto que D. Baldomero pregonaba su nombre y su premio, y el favorecido no pudo contener su alegría y empezó a dar abrazos a todos los presentes, incluso a los criados. «Eulalia Muñoz, un décimo: veinticinco mil reales. Benignita, medio décimo: doce mil quinientos reales. Federico Ruiz, dos duros: cinco mil reales. Ahora viene toda la morralla.

Haciendo un esfuerzo para reunir sus ideas, comenzó Muñoz a referirle su pasión, pero evitando pronunciar el nombre de Adriana. Julio le escuchó al principio con su habitual modo distraído; alzaba la copa diminuta, mirando al trasluz el licor. Entonces Muñoz se interrumpía: ¿Me escuchas, eh? ¿Me escuchas? Y le renacía contra su compañero de otro tiempo la antigua hostilidad.

Le había escrito a la estancia del señor Molina sin recibir contestación; entregó una carta, el ultimátum, a Raquel, suplicándole que la hiciera llegar a manos de Adriana; por fin, la víspera de ese viernes, Charito González le dio la seguridad de que ella vendría expresamente de la estancia. Subió Muñoz la escalera de la casa con emoción indescriptible.

Se rió con risa inexpresiva, y apoyó la cabeza en el brazo de un sofá. ¡Es que sufro tanto, tanto! Lucía fue a sentarse a su lado. Se sentía enternecida y llena de piedad. Charito, desesperada, frente a ella, murmuraba frases de condenación contra Adriana. Durante un buen rato, Lucía se quedó contemplando a Muñoz.

Se echó a llorar. «Aunque se aflija, para la verdad es lo primero. No hay semejanza ni ese es el camino. ¡Oh! Señor Muñoz dijo ella con extraordinario énfasis ; si usted en esto que me dice, en esto que hace, no procede de buena fe, declaro que es usted el hombre más malo, el mayor monstruo... Crea usted lo que quiera. ¿Tengo yo fama de monstruo? No, no. Diré a usted...».