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Mientras pronunciaba las palabras decisivas que le apartaban de Julio para siempre, en medio de la sombra de su congoja una especie de júbilo le nacía, como una luz, y le bañaba el semblante. Muñoz, maravillado, creyendo soñar, tomó entre las suyas aquellas dos manos juntas. ¡Adriana! ¿Puedo creer a mis ojos? ¿Puedo pensar que esta alegría es alegría de su ternura por ? , Muñoz.

Pero después, cuando Muñoz llegaba a su presencia, ávido y tembloroso de la felicidad leída, todo el encanto se mudaba en decepción. Entonces se complacía en hacerle sufrir y de sus lindos labios sólo salían palabras de burla. ¿Por qué le preguntaba Muñoz desesperado por qué no es usted la Adriana de sus cartas? Ella, sin responder, sonreía vagamente.

En todo caso los varios éramos nosotras y el pobre Julio era la sinvergüenza. A Charito no la enfadaba tanto el chisme como el hecho de que Adriana esquivaba la entrevista con Muñoz y en cambio la había obligado a hacerse amiga de Julio, a quien detestaba.

Toro Luna es más de censurar que en la novela del señor Muñoz Pabón esta inútil prevaricación del buen lenguaje, ya que las dos personas de su diálogo no son de la clase pobre y humilde, sino de lo más acomodado y elegante de la ciudad de Córdoba.

No me engaño con esa facilidad tuya, que cada año tienes una nueva ilusión y haces una nueva conquista. Pues yo prefiero engañarme y no engañar, como tan deslealmente engañas a Muñoz. En la primera ocasión, te lo juro, le pondré al corriente de la perversidad tuya; y esto lo haré no para vengarme sino porque a Muñoz no lo mereces. ¡Pero yo te lo regalo, Raquel! A no me interesa.

Una, muy bonita, le llamó con un signo, pero él fingió no advertirlo, y fue a colocarse en el mismo sitio que había dejado Muñoz, apoyándose también en la barandilla de la orquesta. Muñoz se arrepintió de no haberse detenido para preguntar a Raquel por Adriana. Vio a Fernando levantarse. Las dos muchachas quedaron solas.

En cualquier caso, Adriana, casándote con Muñoz no remediarás nada. ¡Oh, ! Julio te quiere a ti, te quiere locamente. ¿Cómo puedes imaginar, entonces, que se casará con Laura? En realidad, no se trata de que se case con Laura. ¡Pero entonces cada vez te comprendo menos!

Dijo con exaltación las últimas frases, palideciendo. Muñoz la contemplaba sin poder hacerse a la idea de que sus angustias concluían y de que Adriana sería suya. ¡Adriana! ¡Adriana! Ella se quedó como extática, cayó de rodillas, pero casi dando la espalda a Muñoz. Alzó la mirada, juntó las manos en actitud de apasionado arrebato; le caían lágrimas de los ojos fijos.

Durante algunos minutos, apoyado en la pilastra, Muñoz aguardó todavía, con la esperanza pueril de que Adriana por un milagro apareciera. Porque se había acostumbrado a esa secreta hora de voluptuosa alucinación, como se habitúa el fumador de opio a la caricia fantástica que se le desliza en los sentidos con el veneno de la droga. Al fin se decidió a marcharse.

En los palcos inmediatos corría de boca en boca un nombre que llegó hasta el nuestro. El orador era D. Diego Muñoz Torrero.