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¡A ver!... ¡esa gente!... ¡Si no quieren churrasquear! gritó Melchor desde la puerta del jardín y el grupo abigarrado y cadencioso se dirigió hacia el monte discutiendo a voces las condiciones de los caballos, que los muchachos paseaban a morral: ¡Le tomo! amigo, dos paradas de a peso al «rosillo» contra el «malacara»... Doy tres a dos al «gateao», contra el que raye.

Caminando, comiendo, curioseando, el alazán y el malacara cruzaron la capuera hasta que un alambrado los detuvo. Un alambrado, dijo el alazán. , alambrado, asintió el malacara. Y ambos, pesando la cabeza sobre el hilo superior, contemplaron atentamente. Desde allí se veía un alto pastizal de viejo rozado, blanco por la helada; un bananal y una plantación nueva.

La carrera debía ser largada por Lorenzo, teniendo por juez de raya al comisario Maidagan, pero aquél no sospechó la laboriosa operación en que se había comprometido, pues cada vez que calculó poder bajar la señal de la partida debió desistir, porque el «overo» hacía punta, o el «ruano» se quedaba atrás, o el «rosillo» se anticipaba, o el «malacara» se volvía, o el «gateao» permanecía firme en la raya.

Pero a las vacas falta evidentemente la decisión masculina de permitir en la piel sangrientos rasguños, y apenas introducían el cuello, lo retiraban presto con mareante cabeceo. Los caballos miraban siempre. No pasan, observó el malacara. El toro pasó, repuso el alazán. Come mucho.

No hay necesidad; al viejo le parece bien todo lo que yo hago, y tratándose de una cosa así, más. Al tomar los caballos, dijo Ricardo: ¡Baldomero!... ¡bajo su responsabilidad! Monte sin cuidado, señor. ¡Si el malacara es una dama!

Los caballos siguieron, oyendo aún palabras cortadas: ... reir! ... veremos. Dos minutos más tarde el hombre rubio pasaba a su lado a trote inglés. El malacara y el alazán, algo sorprendidos de aquel paso que no conocían, miraron perderse en el valle al hombre presuroso. ¡Curioso! observó el malacara después de largo rato. El caballo va al trote y el hombre al galope. Prosiguieron.

Ocupaban en ese momento la cima de la loma, como esa mañana. Sobre el cielo pálido y frío, sus siluetas se destacaban en negro, en mansa y cabizbaja pareja, el malacara delante, el alazán detrás. La atmósfera, ofuscada durante el día por la excesiva luz del sol, adquiría a esa hora crepuscular una transparencia casi fúnebre.

Pero su dueño, comprendiendo que le costaría mucho trabajo curarlo si esto aún era posible lo carneó esa tarde, y al día siguiente al malacara le tocó en suerte llevar a su casa, en la maleta, dos kilos de carne del toro muerto. Cayetano Maidana y Esteban Podeley, peones de obraje, volvían a Posadas en el Silex, con quince compañeros.

Casi al pensamiento de Melchor respondió el zaino avanzando, con su cabeza levantada como si explorase el horizonte; el malacara, por instinto, que no por resolución de su jinete, lo siguió; viendo el overo que sus compañeros se iban, no quiso quedarse solo y en un ex abrupto mortificante, salió al trotecito.

Están ensillando caballos para ustedes; yo mandé ensillar el malacara de la niña Lola para don Ricardo, que le había prometido, y para usted un overito de la nena, que es una malva. ¿No quiere un mate?... ¿Dulce? ¿Usted también toma dulce?... le daremos con azúcar. ¿Vamos para allá?... Bueno, ¿y no me desconocerán los perros? Son mansos, no tenga reparo.