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Los ancianitos, desde hace ocho días, se relamen de gusto por anticipado, y no hablan de otra cosa que de las ricas confituras del señor Coliñón. ¡Qué poca cosa se necesita para hacer la felicidad de los demás! Bien poca cosa: tres kilos de harina, tres kilos de azúcar, tres docenas de huevos, tres palos de canela y dos vainillas.

Dos kilos y medio, señora. Sotero Rico me lo dio de lo superior. ¿Y postres, bebidas?... Hasta Champaña de la Viuda. Son el diantre los curas, y de nada se privan... Pero vámonos adentro, que es muy tarde, y estará la señora desfallecida. Lo estaba; pero... no : parece que me he comido todo eso de que has hablado... En fin, dame de almorzar.

Alicia fué extinguiéndose en subdelirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas olas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima.

Así es que he tenido que preparar algo: ayer matamos un buey el pobre Schwartz, usted sabe que pesaba más de novecientos kilos; traigo aquí el cuarto trasero para la comida de esta mañana. Catalina exclamó Juan Claudio conmovido , por bien que la conozca, siempre encuentro algo nuevo y admirable en usted. Nada le pesa; ni el dinero, ni el trabajo, ni los sacrificios.

Cada uno de ellos quedaba cargado con tres mil kilos de mineral, mil quinientos de cok y quinientos de caliza. La carga entraba por arriba en los tubos gigantescos, y lentamente, en el incendio de sus entrañas, formábase el metal que descendía por su peso hasta salir por la base de las torres. Día y noche ardían los altos hornos: el enfriamiento era su muerte.

No se la veía nunca en el salón, ni siquiera por casualidad; pero los amigos íntimos de la casa se sentían muy honrados de entablar conocimiento con ella. Era una doméstica con sus 120 kilos de peso, compatriota y hasta algo pariente de la dueña de la casa. Se llamaba Honorina Lavenaze, como su ama; pero su deformidad hacía que todo el mundo la conociera por le Tas.

Lanzando exclamaciones de dolor, los romanos dejan en tierra a las sabinas y se apresuran a apartarse, ahogados de fatiga. Las mujeres poco a poco se calman, miran desde lejos con desconfianza a los romanos y cambian en voz baja impresiones. ¡Por la cabeza de Hércules! Estoy cubierto de sudor y parezco una rata de río. Creo que la mía lo menos pesa doscientos kilos.

Sólo hay unos miligramos por tonelada de agua; pero con el que existe en los océanos se podría formar una mole tan enorme, que, repartida proporcionalmente entre los mil quinientos millones de habitantes que tiene la tierra, nos tocaría á cada uno un lingote de cuarenta mil kilos, ó sean cuarenta mil toneladas de oro. El pianista avanzó su rostro, estupefacto. ¿Qué decía el profesor?

Estas botas no han llevado nunca tapas ni medias suelas; conservan todos sus botones, y, probablemente, son unas botas recién estrenadas. En cuanto a la chistera, de mármol, como hemos dicho, es maciza, y seguramente no pesa menos de treinta kilos. ¿Cómo se las arreglaría el poeta, ya anciano y sin fuerzas, para saludar con un instrumento tan pesado?

Era una mujer entre los cuarenta años y los cincuenta, que todavía guardaba vestigios algo borrosos de una belleza ya remota. Su obesidad desbordante, blanca y flácida tenía por remate una cabecita de muñeca sentimental; y como gustaba de escribir versos amorosos, apresurándose á recitarlos en el curso de las conversaciones, sus enemigas la habían apodado «Cien kilos de poesía».