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Hasta sus muchos rasgos prosáicos mueven más poderosamente nuestro interés. La Numancia respira otro espíritu muy distinto: el espíritu de la verdadera poesía. Aunque este poema, según se sospecha, no debió escribirse mucho después que el anterior , es menester confesar que el autor había hecho en poco tiempo adelantos gigantescos.

Cada uno de ellos quedaba cargado con tres mil kilos de mineral, mil quinientos de cok y quinientos de caliza. La carga entraba por arriba en los tubos gigantescos, y lentamente, en el incendio de sus entrañas, formábase el metal que descendía por su peso hasta salir por la base de las torres. Día y noche ardían los altos hornos: el enfriamiento era su muerte.

Pero los profesores de la Universidad Central sabían en tal materia mucho más que los gigantes. Apareció otro vehículo llevando uno de aquellos torreones metálicos que habían aparecido al principio del desfile. En el cartelón de éste había pintados unos frutos gigantescos. Un olor de melocotón y de azúcar líquido se esparció por el patio.

Allá me encaminé, trepé a la cumbre, coronada de aliagas y romeros, y al tender la mirada en lontananza, medio oculta entre sauces gigantescos, erguida, vi una cruz, la cruz bendita que el hondo sueño vela de los muertos.

Al mirar hacia arriba, al este, creía contemplar á Colombia, con sus cordilleras prodigiosas y su salvaje grandeza, no obstante que los Alpes me parecían apenas un remedo humilde de los gigantescos Andes.

Entretanto las sombras de los árboles dieron poco a poco la vuelta hasta ganar el camino, y sus troncos cerraban ya el césped de la libre pradera entre paralelos gigantescos de negro y amarillo, y algunas ráfagas de polvo rojizo, levantadas al paso de los caballos de tiro, se dispersaban en dorada lluvia sobre el hombre acostado.

Había llegado tarde á la batalla del Marne; y él, que se imaginaba asistir á combates gigantescos, viendo moverse millones de hombres y funcionar cañones inmensos, sólo presenció una serie de luchas entre pequeñas fuerzas ocultas en el suelo, encuentros cuerpo á cuerpo que hacían ganar unos cuantos metros de tierra. La vida en los Dardanelos era el peor de sus recuerdos.

En medio de la sala, sobre un magnífico lecho rodeado de gigantescos candelabros de bronce dorado con blandones, estaba el cadáver, humildemente amortajado con un sayal ceniciento de la orden de San Francisco y la cabeza rodeada de una toca blanca. A los cuatro ángulos del lecho había cuatro lacayos de gran librea, inmóviles como estatuas, y con blandones amarillos en las manos.

El sol acababa de ocultarse detrás de los picos gigantescos de las sierras cercanas, haciendo que las pirámides, agujas y rotos obeliscos de la cumbre se destacasen sobre un fondo de púrpura y topacio, que tal parecía el cielo, dorado por el sol poniente.

Gigantescos naranjos seculares, cuajados de rojas naranjas, sombreaban la especie de atrio ó compás en que habíamos entrado. Sus ramas subían hasta los arcos de un elegante mirador que teníamos enfrente y que sirve de fachada al único piso alto de un modesto aunque decoroso edificio.